COVID 19: Cuando lo peor aún no ha llegado

COVID 19: Cuando lo peor aún no ha llegado
Por Hugo Alberto Díaz

  “Este virus cuenta con un cómplice perfecto: nosotros mismos”.

Muchas notas se escriben sobre este tema con gran rigor científico y lo hacen profesionales de toda índole mostrando desde hace meses, variedad de gráficos, guarismos, cálculos, etc. La nota de hoy la quiero compartir, de manera llana, con el neófito.

Aquí no van a encontrar clasificación de tipos de contagios, ni descripción de ámbitos geográficos, como así tampoco cálculos estadísticos. Simplemente (y no por eso menos profunda)  obtendrán una visión amplia y significativamente objetiva de aquello que va a suceder en nuestro país de manera inminente, es decir  en cualquier momento y en cualquier circunstancia, independientemente de su estado civil, lugar de residencia, situación económica y estado de ánimo.

Aquello que gravita a favor del virus y su propagación, es que el mismo es  temido por muchos e insólitamente menospreciado por otros.

Hoy hemos alcanzado el puesto número cinco a nivel mundial por el  mayor número de contagios que se van produciendo en nuestro país, algo que nos hace suponer que estamos haciendo las cosas mal, y ello se debe a un factor determinante: la conducta humana. Es que este virus cuenta con un “cómplice” perfecto, incansable y a tiempo completo,  o sea, nosotros mismos.

 Esta enfermedad solo se transmite de persona a persona mediante las gotitas que se expulsan al toser, estornudar, al hablar o al haber tomado contacto con un objeto contaminado y luego llevarse los dedos a los ojos, boca o nariz. Todo ello con el agravante que la persona que se encuentra infectada por el virus no presenta síntomas por un periodo que puede extenderse a varios días.

Teniendo en cuenta que el tiempo que transcurre entre la exposición a la COVID‑19 y el momento en que comienzan los síntomas suele ser de alrededor de 5 o 6 días, pero puede variar entre 1 y 14 días, el escenario se torna aún más peligroso. Esta enfermedad de la cual se conoce muy poco aún, exhibe  su rostro más oscuro y cruel mientras haya quienes por negligencia, inobservancia o impericia no tomen las prevenciones indispensables para evitar sus consecuencias letales.

Simplemente quiero ofrecerles una reflexión sobre este tema, y he de hacerlo desde los conceptos de aquellos que abrazamos la prevención, la protección, y la identificación de riesgos en función de la conservación de la salud, de la vida humana y del ambiente.

 Primero pensemos en nuestros antepasados…

No es difícil imaginar los riesgos que amenazaron al hombre mal llamado “primitivo”, al tener que  enfrentarse a un ambiente cambiante y peligroso, pues la combinación de desconocidas amenazas, lo convirtió en un verdadero “experto”  en el manejo de riesgos crónicos desde que habitó el planeta.

Ahora veamos lo aprendido durante los últimos millones de años…

Muchas de las respuestas de  nuestros antepasados primitivos ante el riesgo, eran idénticas a las utilizadas por los animales hasta la actualidad.   El hombre ante la amenaza de  ser devorado, huyó. Esta reacción en principio fue instintiva, y luego  aprendida y de este modo evitó las zonas y situaciones peligrosas.

Aunque el hombre comparte con  los animales menores estas reacciones instintivas ante los riesgos, sus logros más significativos en la materia son aquellos que emanan de la  naturaleza misma del pensamiento y, de hecho puede argumentarse que una de las características distintivas de la evolución humana, fue la forma en que  se relacionó con los peligros, haciéndolo de un modo razonable.

Como se puede apreciar, si no supiéramos que estamos hablando de un habitante del planeta que existió hace millones de años, este comentario podría ser interpretado de actualidad sin lugar a dudas.

 

Actualmente la crónica diaria nos informa casi con cierta “naturalidad” las cifras de las personas fallecidas y contagiadas en el mundo, en nuestro país y en nuestra provincia, con comparaciones y coeficientes etc.

En todos estos casos el llamado de alerta no está funcionando en el individuo que habita hoy nuestro planeta, nuestro país, nuestra ciudad, nuestro barrio, y por ende nuestra familia.

Ninguna intervención por más rápida y oportuna que fuese nos asegura el éxito ante la fatalidad que acecha a la desdichada víctima, pues no se conoce las características de este agente de daño, su letalidad y su capacidad para defenderse de cualquier antídoto o tratamiento que se pueda aplicar.

Un hecho recurrente nutre estas páginas: un foco de contagio no detectado, tanto en lugares abiertos como en lugares de dimensiones reducidas y una persona que se encuentra de manera inesperada con otra que incuba la enfermedad sin tener registro de ella es la combinación perfecta para que todo cambie y para siempre.  Este individuo, padre o hijo, esposo, esposa o amigo, nada podrá hacer frente a este cuadro de situación, no podrá tomar ninguna decisión viable,  y sin más trámite quedará librado a su propia suerte si no recurre oportunamente a la consulta médica.

El protocolo, una cadena de favores

 Lo concreto es que ante esta realidad el protocolo no se cumplió en una de sus facetas. Algo tan simple como eso. Quien debía cuidarse no lo hizo, quien debía mantener distancia no lo hizo, quien debía higienizarse no lo hizo y quien debía quedarse en casa por sentir leves síntomas tampoco lo hizo. Entonces y una vez más queda de manifiesto que la acción humana es determinante a la hora de evitar daños en la propia salud y en la de los demás.

 Poniéndonos en foco

La idea básica que tenemos del  hecho es que el virus ataca a los otros y no a nosotros.  Este “nos” se refiere al plural del “ego”, o sea del yo. De ahí que comenzar a vernos como un “nosotros” es fundamental para avanzar en esta contienda ante este enemigo invisible.

El hombre prehistórico supo que la distancia era un factor determinante  ante peligros desconocidos. Algo que ahora es importante recordar.

Si tomamos como ejemplo un riesgo muy conocido, como ser las radiaciones ionizantes, veremos   que producen daño en el tejido humano,  que las mismas no se ven, y desde que Marie Curie descubriera las características de lo que llamo “radioactividad”, el hombre supo (a costa de su salud muchas veces) que debía mantener tres conceptos básicos si quería valerse de las bondades de dicha práctica científica,  es decir: distancia, tiempo de exposición,  y protección. Son tres medidas básicas de seguridad,  con el agregado de la calidad de ventilación, aspecto no menor a tener en cuenta. Nos sirve de referencia, dado que  el hombre pudo manejar este riesgo y de hecho lo sigue haciendo sin consecuencias severas.

En primer término evitaremos sostener las siguientes afirmaciones:

  • Que toda persona afectada puede recuperarse de una manera sencilla, pues se trata solo de una “gripe fuerte”.
  • Que una vez declarado hay suficiente tiempo como para actuar y ponerse en tratamiento.
  • Que con la protección mínima del tapaboca ya es suficiente para preservarse de cualquier contagio.
  • Que son “eventualidades” que jamás nos van a suceder.

¿Pero qué sucede en realidad?

La aparición de cualquier foco de contagio en muchas oportunidades es el resultado de una sumatoria de negligencias o de incumplimientos de normas de seguridad:  en principio “alguien” que debió – y no lo hizo – lavarse las manos, sumado a “alguien” que debió controlar que dicho lugar estuviera desinfectado, sumado a “alguien” que debió supervisar que esto último también se cumpliera, sumado a “alguien” que debió proveer de elementos sanitizantes en concentración adecuada, etc.etc etc…

Muy pocas veces los hechos se producen por una conducta netamente aislada. Cualquier acción negligente que se produzca de manera puntual o frecuente puede generar un evento no deseado, de ahí en más, sus consecuencias verán la luz en un lapso de tiempo lo suficientemente prolongado como para alcanzar a más cantidad de  personas.

Cuando todo comienza antes que comience

 Antes de producirse el contagio por reuniones sociales, encuentro de familias, festejos espontáneos, reuniones con gran número de personas, sin los límites impuestos por los protocolos, sin atender las recomendaciones,  siempre habrá información para decidir si aceptamos o no participar de dicha reunión.

Y esa decisión, en la mayoría de los casos representa la diferencia entre la vida y la muerte.

 Existen infinidades de casos, en los cuales  la muerte de personas se origina a partir de un contacto con otra de manera eventual, y esta,  a su vez con otra sin que ello representara aparentemente riesgo alguno, después de unos días todas estarán contagiadas y con un saldo lamentable de  fallecidos.

De lo expuesto, se desprende que ignorar el poder de este virus, nos coloca en un estado de vulnerabilidad sumamente inconcebible.

El avance tecnológico en materia de prevención de riesgos biológicos no alcanza a hacer aquello que la voluntad humana no acompaña.

Contamos con medidas de protección, y sabemos que estas medidas por si solas no actúan, nada hará que las condiciones se modifiquen en lo inmediato, y ello supone que extremar  los medios disponibles es lo más adecuado. Recordar que la seguridad es exagerar, si no se exagera no se hace seguridad.

La protección sirve en la medida que la misma se mantiene de manera permanente. No se puede ver el virus, por lo tanto hay que actuar con la idea de que siempre está al acecho, esperando que se den las condiciones para ingresar a nuestro organismo.

Tampoco se puede dejar de mencionar otro aspecto de la situación: hay casos de personas que han abandonado tratamientos médicos, que han suspendido controles programados o simplemente han caído en estados severos de angustia y depresión, por miedo a contagiarse.   Los que vivimos experiencias en quirófano, como también interviniendo en  situaciones críticas  para salvar vidas,  sabemos que el comportamiento de las personas responde a la capacidad de comprender y aceptar estas realidades y pese a ello no bajar la guardia.

Hay que recordar que cualquier gesto no es suficiente para garantizar un acto seguro, dado que solo se trata de una mínima exteriorización eventual. Es decir que el alcanzar una silla a una persona mayor no convierte a nadie en buena persona,  pues solo es un gesto. Aquello que realmente implica un cambio de actitud es el comportamiento, es decir aquella conducta que se mantiene con el tiempo y como tal es totalmente previsible. Lo ideal en estos casos es lograr desarrollar un hábito saludable y de prevención sanitaria, es decir aquella conducta que se encuentra internalizada en el individuo, sin que deba mediar ningún tipo de condición externa para ser cumplida.  Este “habitus” una vez incorporado se hace costumbre y como tal será parte de nuestra vida y nos ayudara a disfrutar de ella conscientes de las limitaciones que estos tiempos nos imponen.

Una vez más el hombre será artífice de su destino, algo que el mal llamado “hombre primitivo”  comprendió en poco tiempo, y que por estos días el “hombre moderno” parece olvidar.

Tomar una actitud consciente frente a los hechos y los conceptos aquí vertidos, nos plantea un compromiso ante la vida misma de las personas que amamos. Es privilegiar lo certero por sobre lo imprevisible e incontrolable.

 

 

 *Licenciado en Ciencias de la Seguridad (IUPFA). Licenciado en Seguridad, Higiene y Medio Ambiente (UFLO), Técnico Anestesista.  Docente Instructor de Formación Profesional. (MEPBA) 

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