Por Juan José MATEO
Licenciado en Historia – Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos
Hace precisamente veinte años que el país experimentó la pueblada que desembocó en la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa, el dirigente de la Unión Cívica Radical que había vencido al justicialista Eduardo Duhalde en las elecciones de 1999. La Argentina por aquellos años se encontraba en una olla macroeconómica a presión por el régimen de convertibilidad cuya Ley había fijado el valor de la moneda nacional al dólar estadounidense. La paridad nominal de peso/dólar hundía sus raíces en el descalabro hiperinflacionario que había experimentado apenas una década antes la economía nacional durante el gobierno de Raúl Alfonsín.
A muchos les cuesta reconocer que la arquitectura financiera elaborada por Domingo Cavallo, el entonces canciller y a la postre ministro de Economía del presidente Carlos Menem estuvo dirigida en primer lugar a mitigar los efectos del fuego hiperinflacionario que trastornó la vida de las familias argentinas hasta niveles insospechados. La carencia energética, el desabastecimiento de mercadería, la protesta social y los saqueos, reflejaron el fenómeno que los sociólogos han denominado «nuevos pobres», un piso de exclusión social heredado de los descalabros socioeconómicos dictatoriales.
Los sectores de clase media que pudieron sostener su empleo o reacomodarse en uno nuevo luego de la hiperinflación, pudieron gozar de una década de estabilidad monetaria, ahorrar en dólares, comprar en cuotas fijas, viajar al exterior y hacer valer hasta el último centavo de sus salarios. Como contrapartida, el piso de nuevos pobres que protagonizara el primer motín de subsistencia (conocidos en aquel momento como saqueos), se mantuvo, decantando en una masa de desocupados y subocupados que cada año engrosaba su número con el aumento vegetativo poblacional.
Hiperinflación: la madre de la convertibilidad
La grieta de los años 90’s fue social, descarnada y experimentada con cierta conciencia darwinista por el conjunto. Combinaba escandalosos contrastes de ampulosidad y carencia, frivolidad y vergüenza, vanidad y discreta rebeldía. Nadie odiaba a los nuevos pobres, simplemente habían aparecido fruto de la crisis y quienes había podido sostener su empleo se alegraban de ganar lo suficiente para mantener un nivel de vida digno. La supervivencia del más apto no se traducía en una cuestión de casta xenófoba, sino en tener la fortuna de integrar la plana de «los incluidos» del sistema y en el deseo y esperanza de no abandonar esa condición.
Es que la convertibilidad funcionó como parte aguas de una situación estructural profunda que no se podía solucionar con un simple programa de gobierno. Requería consensos sectoriales y adecuaciones con un engarce social impropios de la tradicional organización política nacional: conciliar el campo con la industria, pensar una matriz energética adecuada, sincerar el dilema de las economías regionales, definir un nuevo rol para el sector público y, sobre todo, pensar qué hacer con el Estado.
Carlos Menem ensayó respuestas para cada uno de esos dilemas. Luego de experimentar el fracaso del plan inicial basado en el salariazo y la revolución productiva, pergeñado por Miguel Ángel Roig y Néstor Rapanelli, debió sortear dos hiperinflaciones más: el sueño de una salida heterodoxa a la crisis duró apenas unos meses. La realidad se imponía despedazando el ya alicaído Austral. La convertibilidad fue impuesta sobre una fotografía trágica de desigualdad social y nueva pobreza. Fijó la suerte de quienes habían subsistido con éxito los huracanes del fracaso alfonsinista y sumió en el fango de la indignidad a miles de argentinos librándolos a su propia suerte en un campo minado de necesidades.
No pretendemos aquí realizar una reivindicación de los 90s, sólo advertir que la convertibilidad no fue el origen y causa estructural de la crisis de 2001, sino más bien una consecuencia de los problemas sociales y económicos profundos irresueltos de la Argentina postdictatorial. Fue la hiperinflación de 1989/90 la que aleccionó a la población en buscar una solución a las penurias de la licuación salarial y el desabastecimiento. Sobre ese consenso social perentorio sucedió la cirugía sin anestesia que operó el presidente Carlos Menem.
Corralito, corralón y pesificación asimétrica
La crisis política de 2001 se sucedió entonces cuando de la Rúa y Cavallo se vieron obligados a romper el acuerdo tácito con la clase media al establecer el corralito financiero, que en un primer momento significó limitar las extracciones de dinero de la gente estableciendo un cupo semanal de montos. La medida estaba dirigida a detener la corrida bancaria generada a partir de la renuncia del vicepresidente Carlos «Chacho» Álvarez, cuando la ciudadanía comenzó a retirar los depósitos en pesos/dólares de los bancos.
Ocurre que en la Argentina de los 90s, uno podía acudir a la ventanilla de un banco y depositar pesos, a lo que el empleado amablemente solicitaba si deseaba hacerlo en una caja de ahorros o cuenta corriente en pesos o dólares. Pero cuando comenzó la corrida bancaria (gente que retira sus depósitos del banco y se los lleva «bajo el colchón» de su casa) a partir de marzo de 2001, nadie dudaba en retirar dólares estadounidenses, poniendo en peligro la sostenibilidad del sistema bancario privado.
El corralito entonces, fue diseñado para salvar el sistema bancario, limitando las libres extracciones a un cupo semanal. Desde ya que el movimiento fue la previa a lo que finalmente sucedió, la confiscación de los depósitos en dólares de la clase media argentina (mediante el corralón y la pesificación asimétrica). Fue esa clase media la que se movilizó a Plaza de Mayo la noche del 19 de diciembre para echar al presidente y su ministro de Economía. Lo lograron con muertos ajenos en la calle. Allí se rompió la base de sustentación social neoliberal. Allí coincidieron por primera y única vez el piquete con la cacerola.
El cuarto social crítico
Con la Capital Federal sitiada intermitentemente durante meses por los piquetes, el golpe de gracia a la convertibilidad neoliberal necesitó de la presencia del sector acomodado de ahorristas de la clase media argentina, un conjunto social que para la madrugada del 20 de diciembre ya había abandonado las calles de la ciudad y en meses posteriores guardaría su potencia política para reaparecer en manifestaciones de protesta durante el segundo mandato de Cristina Fernández, preparando la interrupción del ciclo kirchnerista en octubre de 2015.
Este sector constituyó más adelante el 25% de votos que Carlos Menem obtuvo en la elección presidencial de 2003. Vendría a ser ese cuarto crítico que sumado al 19% obtenido por Ricardo López Murphy, constituyen el núcleo superviviente del fracaso alfonsinista. Aquellos que nunca cayeron en los listados de los «nuevos pobres» y que repudian los planes sociales y el populismo.
En ellos se encuentra quizá una clave para entender el reacomodamiento de las preferencias políticas en la actualidad, en la que ningún partido cuenta con mayoría crítica para gobernar, porque expresan la encarnación del programa político que repudia la pobreza estructural pero no así a los pobres. Muchos de ellos se encuentran ahora en los márgenes de la mediocre grieta política nacional, aguardando un liderazgo que les asegure racionalidad económica y equilibrio, para hacer lo que mejor saben hacer: ahorrar y hacer valer hasta el último centavo de su salario.
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