La nevada

La nevada
Amo las nevadas de nuestra fría Ushuaia, ese temporal que no deja ver más lejos de la nariz. Amo los remolinos que giran alimentados por el viento y arrastran nieve por doquier. Amo la tormenta repentina que corta todo y nos obliga a refugiarnos al calor del hogar. Pero… la verdad es que no la disfruto como antes. Ya no soy ese niño que con su trineo iba velocísimo, en raudo descontrol, por la bajada del Centenario o la famosa “bajada del diablo” que iba del barrio Güemes al viejo cementerio en medio de un paisaje soñado. No… ya no soy el loco que salía de campamento con temperaturas bajo cero. Nunca fui muy afin al esquí ni me apunté nunca en excursiones a cerros y pistas.
Y acá estoy, en mi casa, solo con mis hijos dormidos, en medio de la noche de tormenta esperando a quien no va a llegar. Ya me dijo ella que el viaje había quedado trunco. No se podía avanzar más allá de Tolhuin. Solo resta esperar que amaine la tormenta helada…
Mis niños sueñan con nubes de algodón y ovejitas; se escucha su respiración acompasada desde sus camas, en suaves sonidos que apenas rompen el silencio absoluto de la casa.
Por un rato me quedo quieto. No hay nada que quiera hacer en ese momento más que contemplar la increíble nevada que cae en gruesos copos sobre el camino que conduce a la calle.
Escondo mi humanidad entre la oscuridad y las cortinas. Apenas se ven unos pocos metros interrumpidos a veces por una ráfaga de viento que vuelve todo blanco.
Y entonces lo vi. En el silencio. Una figura familiar se formaba entre la nieve, primero borrosa y después más y más sólida. Se alimentaba de la ventisca revelando segundo a segundo cada vez más detalles. Su forma era inequívoca. ¡Había venido a verme y a conocer a sus nietos!. ¡Era él!. Estaba ahí, en la entrada de mi casa. Podía distinguirlo claramente, con jeans, una camisa apenas abotonada y una campera abierta muy de los 70. De a ratos desaparecía engullido por los remolinos, y por momentos parecía saludar a la distancia. En minutos fugaces esa figura, tan reconocible y querida, se fue esfumando en el viento, en los copos y en la oscuridad. De repente, el temporal la borró por completo… ¡No te vayas, papá! – grité como si me desgarrara interiormente, sin mover los labios. Y allí permanecí impávido. Solo quería que entrara a casa, charláramos y nos estrecháramos en un abrazo interminable. Esperaba poder decirle que estoy bien, que tengo una familia hermosa, que la vida fue muy generosa conmigo y agradecerle por tanto. Invitarlo a ver dormidos a sus nietos y después… permitirle que se fuera como llegó: como un fantasma en medio de la nevada.
Pero me quedé esperando que volviera, como ese día hace tantos años que no lo tuve más. Cada voltereta de los copos, empujados por el viento ululante, parecían querer repetir esa imagen que anhelaba y que me tenía listo para salir corriendo a su encuentro. Y seguí esperando hasta que me ganó el sueño. Un sueño en que por fin lo encontraba.


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