Cuántas veces la vida nos susurra al oído: – ¡Viste que no soy tan jodida…!. Te acaricia y pasa, aunque sabe que inmediatamente después uno volverá a la misma mirada pesimista y quejosa.
Justamente un día de calor, de esos tan apreciados en Ushuaia, mi pequeño hijo Fran me dijo: – ¿Y si le hacemos una casita a los pajaritos que están en el árbol?.
– Bueno – acepté yo y juntos nos pusimos a buscar materiales para hacerla. Al cabo de una tarde completa no encontramos nada con que, según mis limitadas habilidades, pudiera construirle un loft a los bulliciosos pajaritos del árbol.
– Ya fué Fran. No hay nada con qué hacerla…
El se quedó mirando el árbol, con esa mirada de niño, tan transparente y que evidenciaba el desengaño ante un papá que no podía ayudarlo. Entonces vió unos codos de PVC y gritó entusiasmado: – ¡Con eso se puede, pá…!. Y ahí me dí cuenta de que la barrera que me impedía acompañarlo a concretar lo que quería era lo exigente y estructurado que soy para tratar de darle lo mejor. Con ese gesto en cambio, Fran me demostró que casi todo se puede si dejamos de lado la rigidez del pensamiento y somos sencillos, de corazón y de mente.
La casita se hizo realidad y todos los días ibamos juntos a dejarles migas de pan duro a los pajaritos del árbol, que estaban chochos de residir en un medio caño. Estaba claro que no importaba la casa sino el hogar… ahí, en el amor de llevarles alimento, estaba la felicidad.
Y como los sueños suelen cumplirse – o superarse a sí mismos, como en este caso – hace unos días en el trabajo, nos dieron una bolsa con cosas en desuso para que tiráramos a la basura.
Para sorpresa mía ¿qué había?. ¡Una casita muy linda que iba directo al basural!.
Enseguida me acordé de la expresión “Nada se pierde, todo se transforma”, escuchada alguna vez de los labios de Drexler y la rescaté de su final anunciado. En el colectivo, rumbo a casa, la gente me miraba con el extraño objeto que yo llevaba con una sonrisa de oreja a oreja: ¡La sorpresa que le iba a dar a mi enano…!.
Juntos armamos la base para poder colocarla en el árbol y le pusimos dos tapitas plásticas para poner las migas. Enseguida nuestros amigos alados llegaron para estrenarla, tan felices como nosotros, sobre todo Fran, quien seguro había imaginado en su cabecita, una casita así en el árbol.
Ahora, cada vez que salgo al patio y miro hacia lo alto, pienso que seguro para Fran esa es la casita para pajaritos más linda del mundo. Creo que los años nos van alejando de la humildad de corazón y mente que caracteriza a los niños, para los que los sueños siempre son realizables… y no hay imposibles que no se puedan vencer. Seguro nuestro niño interior está ahí, debajo de tantas capas de adultez, vivo, atento, esperándonos… Rescatémoslo para volver a ver la vida desde sus ojitos. Aunque ya peinemos canas.
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