-¡Tierra fertil, laurel y lombrices …!. Pregona a los gritos Verónica Romero.
¿Qué? – le pregunta su hermano Alejandro, con cara de asombro.
¡Sí… sí.. lombrices! – agregó Peter Tang, un colorado de padres daneses. Un tipo calmo, inteligente, de barrio. Peter era un tipazo y el paso del tiempo no me borró su huella de buena gente.
Oreja – César Pantaleone -, Rulito – Guillermo Graziano -, Pucho – Cristian Feustel – y yo los escuchábamos, también sorprendidos por la salida de la Negra Romero, cómo no le gustaba que le digan. ¡Sólo habíamos preguntado cómo íbamos a comprar los cohetes para el muñeco!.
Verónica, en medio tono arriba, pidió aclarar su idea: “Tenemos que vender tierra fértil del baldío, laurel de las ramas que cuelgan en lo de Rulito. Y mientras cortamos las ramas otros embolsan tierra y sacan las lombrices. Que cada uno traiga dos o tres bolsas de basura de su casa”.
Pucho, un flaco alto macanudo, hincha de Quilmes entonces preguntó: “y para qué las lombrices?.
– “Dos opciones – dijo la Negra – o se las vendemos como carnada a los que bajan por Brandsen a pescar al río, o se las vendo a mi abuela Otilia que tiene dos teros alcahuetes que cuanto más llenos menos cantan y menos joden”. Nadie se quería cagar de calor esperando que pasara un pescador, así que la opción abuela la la la, fue la mejor. Habíamos conformado sin saberlo una asociación barrial infantil con fines de lucro con el proyecto denominado “muñeco de año nuevo empachado de cohetes”.
Es que ese barrio tenía vecinos que podrían comprar nuestros productos: saliendo para Brandsen, en el pasillo al fondo vivían los Graziano, los padres de Rulito, Alejandro Constanza y Patricia. Era una fija que compraban todo, menos el laurel, que era de ellos. Al lado, vivían los Conca, que seguro también se anotaban. ¡Habíamos hecho un estudio de mercadeo!. La vuelta, ofreciendo la mercadería, pasaba por lo de Constantino, el de los faroles caros y lo de Corina, una señora que con tal de ver niños cerca compraba hasta lombrices y sin tener teros. Después seguíamos por lo del mecánico mala onda que nos cobraba por inflarnos la bicicleta y que era amarrete de gomines. Hasta terminar en lo de Beto, el almacén de mi barrio, dónde la felicidad era la norma y en dónde siempre tuve mi tazón de café con leche y las latas de galletas a disposición.
Entonces nos pusimos a armar el muñeco en el garaje de mi casa. Lo vestimos, le pusimos maderas en cruz para simular los brazos, una máscara de media con botones, relleno de papel de diario, aserrín y triángulitos. El mío era un hogar en dónde no hacía falta vender nada para tener todo.
El 23 ya arrancábamos con los primeros petardos miguelitos, por el cumple del Negro y para recuperar las habilidades dormidas. Y era oler esa primera humareda de potasio y azufre y sentir la adrenalina de desafiar el peligro siempre acechante. Todavía recuerdo el olor a pólvora quemada… Ese olor me transporta a mi infancia, a cualquier fin de diciembre. Ese es el mes del año que para mí sigue teniendo olor a pólvora y a colonia Pibe´s, y en el que descansaban mis fibrones escolares Pelikán y la lapicera 303.
Se extraña ese olor, cómo se extraña a esa niñez…
Vuelvo en cada año nuevo a Quilmes, pero la infancia y sus aromas ya no están ahí, en ese lugar en donde siempre fui feliz.
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