A los queridos ex combatientes.
Un comunicado del Gobierno militar que presidía un tal Galtieri nos avisaba que estábamos en guerra con los ingleses, que habíamos recuperado las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur. No tenía ni la más remota idea de dónde quedaban. Era un niño de 10 años, ocupado con el tinenti, el fútbol del cervecero y el campeonato que le peleábamos mano a mano al Ferro de Griguol donde se lucía un tal Márcico. Me acuerdo que coleccionaba figuritas de Titanes en el Ring y comía galletitas dulces que se vendían de a cuarto kilo y que venían en cajas de lata con un vidrio en el frente. Disfrutar esos últimos partidos en el potrero de al lado de casa, tratando de imitar gambetas de mi ídolo el “Indio” Gómez, eran mi única preocupación. Hasta que se produjo una verdadera revolución en mi escuela, la Nº19 “Domingo Faustino Sarmiento”, al conocerse la noticia: estábamos en guerra con el Reino Unido. Entonces mi infancia quedó suspendida, en stand by, y desde ese mismo momento y pese a mi edad, empecé a sentirme soldado. Tal vez influyeron los discursos edulcorados de los medios oficiales, “Las 24 horas por Malvinas” de ATC o la excitación por batallas completamente escindidas de los temores.
Mi aula estaba a cargo de la señorita Edita y como generala del teatro de operaciones escolar comenzó a dirigir a su ejército de alumnos: las chicas hacendosas que sabían tejer, eran las encargadas de hacer las bufandas en color verde militar, de lana bien gruesa. No queríamos que tuvieran frío los soldados de la Patria. Otros escribíamos cartas de aliento, juntábamos chocolates, golosinas y cigarrillos negros para que les dieran calor. Muchas medias, guantes de todos los colores y grosores, no nos importaba el camuflaje, no queríamos que tuvieran frío ni hambre principalmente. ¡Estaban defendiendo nuestra Patria lejana!. Pilas de bolsas se acumulaban en los pasillos de la escuela. Los guardapolvos blancos eran nuestros uniformes, mientras en los recreos, la marcha de Malvinas sonaba en el toca disco gastado por tantos himnos y marchas de San Lorenzo y padres del aula. La púa justo saltaba en “… tras su manto de neblina” y por lo general la repetía dos veces para luego volver, como gorrión a sus pichones en “…no las hemos de olvidar”.
Cada vuelta a casa significaba una ceremonia repetida: prendía el Hitachi y ponía ATC. Ya Daniel Boone y su vida en el oeste americano había pasado a último lugar. Yo quería saber cuántos aviones habíamos derribado, o cuántos buques habíamos hundido, ajeno al terror que deben haber sufrido nuestros queridos colimbas. A las cinco de la tarde con la leche y las galletitas, la familia Ingalls había quedado en el mismo rincón olvidado, junto a la pelota y las piedras de la payana. Quería ver más derribos, más Mirages, más misiles y menos ingleses.
Mi padre médico, se preparaba para ser convocado. Yo le vi la cara de angustia. Seguramente sentiría el temor de dejar a sus hijos y a su esposa para ir a una guerra. En una charla a solas, un día me dijo: – “Si tengo que ir, cuidá a tus hermanitos y a tu mamá”. Siendo yo su hijo mayor, delegaba en mí una tarea que acepté con orgullo. ¡Se me infló el pecho de saber que mi papá iba a ir a ayudar!. No era consciente de que podía no volver.
En esos días el potrero se vistió de trinchera y la pelota quedó en un rincón del garage; ahora las ramas imitaban fusiles que mi boca les daba ruidos de ametralladora, las armas de plástico eran nuestro juego, como en el poliladron. Todos estábamos en la vereda opuesta de los ladrones ingleses en ese juego. Todos éramos soldaditos.
La televisión solo repetía informes y comunicados de guerra, mientras en España se estaba por disputar un mundial de fútbol que poco me importó y que nunca vi. Yo me sentía un soldado ¿cómo iba a ver futbol si mis compañeros de armas se tiroteaban en el sur?.
Cuando nos convocaron para ir a cantar el himno a ATC, nos fuimos en el Peugeot 504 de mi papá con mis hermanos. Frente a la catedral de Quilmes mis padres se miraron a los ojos, se sacaron sus alianzas, las besaron y junto a unas cadenitas de oro de mi bautismo las pusieron en la caja de la colecta. Qué felicidad tenían sus rostros… ¡Qué orgullo tenía de ser argentino y de estar defendiendo una causa justa!. Y allá marchamos, una multitud eufórica, enardecida, con banderas, gorros, bufandas celestes y blancas. ¡El que no salta es un inglés!. De fondo sonaba el himno, empapados todos con lágrimas de emoción, una muchedumbre de hombres y mujeres de a pie, cantando y viviendo la gesta a flor de piel.
Y cada día parecía que ganábamos, que Margarita era una vieja chota que nos había hundido al Belgrano fuera del área de exclusión… ¿Pero cómo…? ¿No íbamos ganando…?.
Hasta que un 14 de junio, incrédulo ante el televisor, solté mi llanto de chico frente a la contundente, cruel y real derrota. Y a mis ganas de ser soldado y de darle pelea al enemigo. A mis 10 años había sido testigo de una capitulación en vivo y en directo. Sin resignación, quería ser mayor, quería ir a pelear con ellos allá al sur, al pozo de zorro, a ojotazo limpio si era necesario. No quería que arriaran mi bandera. Las imágenes en la tele seguían mostrando pertrechos, cascos y fusiles esparcidos como habían hecho Hansel y Gretel con las migas de pan, sobre la tundra y los coirones. Esa era la imagen de la derrota.
Mucho tiempo pasó y un día, el destino y la vida me trajeron a la capital de las Islas Malvinas.
Ese niño no existe más, ni sus cabellos negros en una cabecita fantasiosa y soñadora. Y aunque no hay más tinenti, ni familia Ingalls, ni picaditos en el potrero, en mi pecho sigue latiendo un corazón malvinero, como en aquellos años de mi ya lejana niñez.
Algún día volveremos. Como los pájaros a su nido.
Mientras tanto seguiré gritando la marcha de Malvinas como sonaba en aquel viejo tocadiscos de los recreos, con la púa rebotando una y otra vez en el surco gastado del disco de vinilo: “¡¡¡No las hemos de olvidar!!!.
Las Malvinas fueron son y serán argentinas.
Honra y honor a los soldados.
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