Me gusta pensar que allá, en la luna, existe un lago de agua bien cristalina, tan limpia y pura que se puede ver el fondo. Junto a ese lago, en la orilla que da al sur, hay una roca grande. Ahí estaba el lugar preferido de una pareja de seres mágicos que se amaban profundamente, con un amor sincero, lejos de cualquier interés. Simplemente se amaban, no sabían hacer otra cosa. Ella a veces no tenía ganas de hablar pero él amaba sus silencios. Los amaba con la misma intensidad que a sus charlas profundas y sus locuras sin sentido (esas eran sus predilectas). En esas noches en que ella no quería conversar, se metía al lago y flotaba boca arriba por horas… Entonces él no quería hacer nada más que contemplarla.
Otras tantas, y porque allá siempre hace frío, prendían una fogatita y se sentaban por 28 días (lo que tarda mas o menos la luna en dar vuelta alrededor de la Tierra) a ver en el agua el reflejo de un planeta lleno de lucecitas. Les encantaba contarlas.
Su mejor plan era ese, y batirse un café con polvo de estrellas para sentarse a divagar. No necesitaban decir te amo ni llenarse los oídos de cursilerías. Sus ojos les ahorraban las palabras. Solo se prometían que, nunca nada ni nadie los iba a separar y si así ocurriese, pese a todo, que con el tiempo volverían a encontrarse porque estaban predestinados a estar juntos y complementarse. Al fin y al cabo eran antiguos pobladores de ese lugar y volverían siempre a la roca.
Se hacían el amor desde el amor, y a veces desde lo físico.
Aunque creo que el universo estaba a favor de ellos y de su amor, un día, uno de los dos faltó a la cita. Faltó porque era sabido que nacemos y morimos a cada rato, siempre a vidas y lugares distintos.
Por eso y porque guardamos recuerdos de vidas pasadas, es que a veces, cuando nos sentimos nostálgicos nos encontramos mirando la luna. Sin saber que allá, en la roca junto al lago, está nuestra otra parte de alma mirando hacia acá. También extrañando.
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