Argentina: una “República” tardía

Argentina: una "República" tardía

Juan José Mateo
Licenciado en Historia.
Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos

En la historia de la conformación del Estado contemporáneo, la Argentina puede considerarse un caso de reciente surgimiento. De hecho, hasta el ingreso del Estado – Provincia de Buenos Aires mediante la firma del Pacto de San José de Flores en 1859, había dudas sobre la constitución futura de lo que se denominaba hasta ese momento «Confederación Argentina», integrada por las denominadas provincias históricas  de Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Santa Fé, Salta, Jujuy, Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero, Mendoza, La Rioja, San Juan y San Luis.

Esto era así porque perduraban los desencuentros entre Buenos Aires y las provincias del interior que se dieron luego de la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852), en la que los ejércitos de las provincias de Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes, con ayuda de Brasil y Uruguay, vencieron a una Buenos Aires hegemonizada desde 1829 por el poder tutelar de Juan Manuel de Rosas.

En aquella oportunidad, y con motivo de poner fin a la negativa de Buenos Aires de repartir las rentas aduaneras con el resto del país, el caudillo federal Justo José de Urquiza, por entonces gobernador de Entre Ríos y antiguo aliado de Rosas, decidió pronunciarse en contra del líder de la «Santa Federación», desafiando de este modo las bases materiales de la hegemonía porteña sobre las provincias del interior.

Si bien la hegemonía rosista sobre las Provincias Unidas del Río de la Plata concedió en un primer momento a la región cierta estabilidad de cara al peligro externo (el Pacto Federal de 1831 había delegado en Buenos Aires la responsabilidad de ejercer las relaciones exteriores), a la postre también significó un obstáculo para la sanción de una Constitución y la organización nacional en torno a los preceptos de una Ley fundamental.

Hacia 1851, los ahora críticos Justo José Urquiza (Entre Ríos) y Benjamín Virasoro (Corrientes), apalancados por el fin del bloqueo anglofrancés que paradójicamente selló la suerte del fino equilibrio con el Brasil y la Banda Oriental del Uruguay, sumado a las influyentes y mordaces críticas de Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, convergieron en la edificación del Ejército Grande, con el que Urquiza vencería en los solares de la estancia de Caseros a las fuerzas de Rosas, siempre sin perder de vista que la principal causa de su levantamiento está directamente relacionada con las diferencias que mantenían con Buenos Aires, en cuanto a la organización del sistema económico de la Confederación.

Fue así como, tras la derrota y el exilio de Rosas, Urquiza se hizo con el control de la Confederación argentina de provincias. Pero cuando todo parecía encarrilarse para terminar con las disputas provinciales y lograr la unificación nacional, un nuevo capítulo de la disputa entre el centralismo porteño y el interior comenzaría a escribirse. Y esta vez con una virulencia tal, que la ruptura definitiva se alzaba como una posibilidad bien real. Esto es, que lo que hoy conocemos como «República Argentina», entre los años 1852-1861, estuvo a punto de naufragar como proyecto de unificación nacional.

Es que, como siempre desde 1810, los impuestos cobrados por la aduana de Buenos Aires producían para ella altas ganancias, sosteniendo un núcleo oligárquico y faccioso ligado a las finanzas siempre dispuestas a sacrificar cualquier interés conjunto en razón de sus especulaciones facciosas.

 

Luego de Caseros

 

Triunfante Urquiza en Caseros, ingresó a Buenos Aires, disolvió la Legislatura y confirmó en el cargo de gobernador al presidente del Tribunal de Justicia, Vicente López y Planes. La nueva Junta de Representantes (electa el 11 de abril de 1852) lo ratificó en el cargo. Mientras que, en virtud del Pacto Federal de 1831, que Urquiza utilizó para dar legalidad a la Confederación Argentina que ahora controlaría él mismo, no intervendría en el resto de las provincias que serían dirigidas por los mismos gobernadores que habían sido adictos a Rosas, respetándose su autonomía.

En abril de 1852, los gobiernos de Buenos Aires y las tres provincias victoriosas (Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes) firmaron un acuerdo en el que invitaban a las otras provincias a una reunión de gobernadores en San Nicolás, para avanzar en la organización nacional. A la vez, convenían entregar las relaciones exteriores a Urquiza, lo que la Legislatura de Buenos Aires rechazaría.

En mayo se firmó el Acuerdo de San Nicolás. En el que los gobernadores aprobaron la convocatoria a un Congreso Constituyente (a realizarse en el mes de agosto, integrado por dos representantes por provincia) para sancionar una Constitución. Producto de este congreso, surgió la Constitución nacional de 1853, en la que se creó la Confederación Argentina, pero de la que Buenos Aires no sería parte. Urquiza debió, de muy mala gana, resignarse a establecer la «capital federal» en Paraná.

El tema de la «capitalización» de la nueva nación Argentina conllevaba el problema no menor de «nacionalizar» parte del territorio de una provincia para establecer un territorio federal que por lógica pasaría a ser «de todos». A más de un estanciero de la época se le habrá erizado la piel de solo pensarlo. Problemática que, junto con el reparto de los recursos de la Aduana, serán centrales en las disputas de los próximos 20 años.

 

“Con la Aduana no se metan”

 

 Es que la ruptura se sucedió cuando se conoció en Buenos Aires el resultado del Acuerdo de San Nicolás en 1852, ya que los gobernadores del interior, ejerciendo los pergaminos de su victoria, habían logrado despojar a Buenos Aires de su ejército y, lo que sería inadmisible para la burguesía comercial porteña, proceder a la nacionalización de su aduana. Esto desprestigió el sector federal porteño de Vicente López, que debió renunciar a la Gobernación, presionado por los grupos autonomistas, comandado por Valentín Alsina, su hijo Adolfo, Carlos Tejedor y Pastor Obligado; y los nacionalistas liberales, comandados por Bartolomé Mitre, Sarmiento y Vélez Sarsfield. Mientras tanto, en las provincias del interior, se radicalizó en la idea de impedir la continuidad hegemónica de Buenos Aires.

Tal el panorama entre la «Argentina» y Buenos Aires hacia 1852. Luego de las jugadas de los bandos que incluyó varios gobernadores con brevísimo mandato, Urquiza decidió asumir el poder en Buenos Aires, pero con motivo de su viaje a Santa Fe para preparar el Congreso Constituyente, se produjo la autodenominada «Revolución del 11 de Septiembre» inspirada principalmente por Mitre, Sarmiento, Alsina y Tejedor, en la que restableció la Legislatura disuelta por Urquiza, que una semana después desconoció al Congreso como autoridad nacional y retiró a Urquiza la delegación de las relaciones exteriores. En represalia, el Gobierno confederado decidió considerar a Buenos Aires potencia extranjera a los efectos del comercio.

Buenos Aires, la más de las veces derrotada militarmente por el interior, demostraba una vez más que en la mesa de acuerdos, los recursos de la Aduana serían innegociables. Debería pasar una década para que la cuestión nacional se resolviera » a medias» (el problema de la capitalización federal y la derrota definitiva de los autonomistas porteños debió esperar hasta 1880). Cobra en ese escenario, particular interés el derrotero de la Buenos Aires como Estado independiente de la Confederación Argentina (y con serias intenciones de instaurarse como República independiente) iniciando hasta 1861 una verdadera guerra fría económica y diplomática.

Por lo pronto, no está de más recordar que nuestros orígenes nacionales lejos estuvieron de ser una historia lineal y ordenada hacia el fin mayor de constituir lo que hoy todos conocemos como la República Argentina. Por el contrario, fue un campo en disputas permanentes que dejó como saldo una República tardía hegemonizada desde sus comienzos por el Estado de Buenos Aires.

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