La miseria que colapsó en nada se relaciona con la economía; el siglo XXI es el fiel reflejo de la desconexión y la indiferencia entre la raza humana, por lo que vivir en sociedad es sólo un excusa para poder cultivar el ego, puesto en escena a través del individualismo que no ha podido ocultar su mezquino rostro. ¿Un virus desestabilizó el planeta?, ¡claro que no! Sí mapeó al ser humano en su máxima expresión. Como una enorme radiografía patentizó la crisis ética y moral como normas que pasaron a ser desechables y que atraviesa a toda la humanidad.
La omnipotencia es la que no tiene antídoto ni vacuna. Es cierto que el virus durará unos meses, dicen los científicos y luego mutará para volverse más benévolo. Pero el quid de la cuestión es una enfermedad subyacente mucho más grave.
No podría precisar cuándo comenzó todo, pero sí que partió en la pérdida de la colmena o aniquilación del seno familiar. Nos hemos quedado sin los cimientos. Alcanza con mirar el comportamiento de los obligados y el desinterés de los que reciben el beneficio.
Se ha podido ver que los animales volvieron a pisar sus antiguos territorios, tapados por el cemento y la mano del hombre.
La opinión pública está convencida que los estados desatendieron su función de velar por los ciudadanos en forma reiterada a través del tiempo. Claro, es un hecho que la protección de la salud no tiene el lugar de preponderancia que necesita. Lo que sí es implacable es que siempre encontramos la raíz de los acontecimientos aciagos para la humanidad en la esencia misma del humano.
Esto no deja de ser solo la consecuencia de la ininterrumpida degradación del individuo que dejó de ser – al decir de Aristóteles – un animal político que nació para vivir en forma mancomunada con sus semejantes.
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