La Antártida Argentina forma parte del patrimonio cultural e identitario de cada ciudadano de nuestro país, desde la infancia misma, cuando en las aulas se trabaja con la silueta cónica de un territorio que se sabe lejano, gélido y propio. En concordancia, forman parte del calendario de conmemoraciones fechas como el 22 de febrero, Día de la Antártida o el 21 de junio, en que se alude al Día de la Confraternidad Antártica. Para ilustrar a nuestros lectores sobre la historia de aquel pedazo de suelo en el que un grupo de civiles y militares a diario ratifican soberanía con su presencia, Diario Prensa Libre invitó al especialista en temas antárticos, docente y militar retirado, Alejandro Bertotto, a compartir sus conocimientos. |
El Lic. José Luis Fornaro, ex Jefe de Publicaciones del Instituto Antártico Argentino y discípulo dilecto de don Luis Roberto Fontana, destacado prohombre antártico en cuyo homenaje se instituyó el 12 de septiembre como el “Día del Espíritu Antártico”, solía decir que el verdadero “secreto antártico es el compañerismo”. Rescataba de su memoria valiosas experiencias de vida en la Antártida, donde la convivencia humana se desarrolla en un entorno de inmensidad de celestes y blancos incomparables e infinitos, siempre unidos.
Y ciertamente es así: los destinos del personal científico y logístico son las bases y los campamentos. Todo se desarrolla en grupos, y siempre se debe salir acompañado porque el riesgo siempre está presente. El intenso frío, el viento, la nieve y lo inhóspito del terreno nos desafían constantemente. Nuestras energías se agotan fácilmente en este ambiente.
La contención de los grupos gira alrededor del calor y la comida. En toda acción humana surgen imponderables. La adaptación suele resolver y dar respuestas para que los inconvenientes se minimicen. Aquellos buenos compañeros son insustituibles para mantener unido al grupo y trabajar con alegría. La convivencia es muy buena cuando se comparte. Los demás nos completan.
José contaba que, cuando llegamos a la “Isla Media Luna”, perteneciente al archipiélago Shetland del Sur, la base Cámara se encontraba sepultada bajo un manto blanco. Algunas partes del techo apenas sobresalían de la nieve. Entramos a través de un túnel para abrir luego todas las puertas y ventanas. Hacía dos años que la base permanecía cerrada. Como parte de la logística, debíamos encargarnos del agua que se extraía de una laguna.
No había heladera, y lo perecedero debía guardarse en cajones bajo la nieve. La energía eléctrica se suplía con un generador eólico que cargaba una batería de 12 voltios, conectada a una red de bombitas para iluminar la casa. La calefacción era a leña, distribuida desde la enorme cocina económica mediante conductos a toda la base.
Los víveres eran escasos, y teníamos que resolver el tema de la comida con algunos alimentos en dudoso estado que encontramos almacenados.
Éramos 10 personas al principio, pero a la semana se sumaron tres extranjeros: una chica americana, una joven hindú y el jefe del grupo, un avezado inglés. En ese contexto, protagonizamos un incidente que nos costó la salud.
Continuará.