Por Juan José Mateo
Licenciado en Historia.
Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos
El martes último el seleccionado argentino de fútbol jugó la última fecha del año de las eliminatorias clasificatorias para el Mundial Catar 2022 enfrentando al combinado del Perú. Fue triunfo para la albiceleste por 2 a 0. Muchos fueguinos, contrario a la tradición, observaron seguramente el partido sin juntada de amigos o familiares frente al televisor. No fuimos los únicos. En toda la Argentina, en el Perú y muchísimas otras partes del mundo, también se habrá sentido el impacto visual y sonoro que genera ver un estadio mundialista con sus tribunas vacías, o escuchar los gritos de los jugadores y el cuerpo técnico en pleno cotejo; o hasta poder apreciar la fuerza con que un jugador patea la pelota, porque en estas televisaciones de la era COVID, se pueden transmitir hasta el ruido que surge del impacto del toque del botín del jugador sobre el balón de juego.
Excepto aquellos amantes de los entrenamientos, muchos no estábamos acostumbrados a percibir un estadio vacío donde se está jugando un partido de fútbol y si bien es verdad que en la Argentina algunas veces ocurrió que por hechos de violencia se prohibía que alguna parcialidad visitante acuda al estadio, la modalidad de ver los partidos de la Selección argentina a “puertas cerradas” sin público presente, es señal que algo grave está ocurriendo.
Esa gravedad proviene del estado de excepción en el que se encuentra la población en el contexto actual de la pandemia por los efectos del coronavirus. Podemos asumir que somos una sociedad violenta y que por eso se juega a veces sin público visitante. Pero es aún más complicado y difícil asumir que no sabemos cuándo volveremos a ver los estadios llenos y el sólo hecho de no poder controlarlo, nos coloca ante una sensación de incertidumbre. Los partidos de la Selección de Fútbol y de otros deportes, son hasta nuevo aviso para todos, incluyendo a los vecinos de Tierra del Fuego, a “puertas cerradas”. Sin público local, sin público visitante, sin amigos ni familiares presentes, todos juntos, frente al televisor.
Imágenes paganas
Recurrir a un deporte popular para explicar un sentimiento de desarraigo cotidiano quizá sea un recurso válido cuando a veces existe una carencia de herramientas emocionales que nos permitan discernir que el contexto de las vivencias comunitarias se ha trastocado. Los festejos llegan a través del teléfono celular como un amplificador de pasiones, con insultos que en realidad denotan halagos hacia los jugadores, con gritos desaforados buscando un abrazo imposible en la presencialidad. Hasta hace poco nos quejábamos de cómo la tecnología y los celulares nos convertían en personas distantes, ahora parecemos agradecer a la vida contar con un teléfono móvil para visitar virtualmente a nuestros seres queridos.
Cuando pase la pandemia, ya que no hay mal que dure cien años, seguramente reordenaremos prioridades personales y ponderaremos la vida material de otro modo. Nadie dice que el mundo cambiará drásticamente, porque el sistema capitalista continúa gozando de buena salud. Después de todo, ni la peste negra de 1348 que asoló Europa Occidental pudo terminar con la Edad Media y su sistema feudal estructurante. Aunque en su fuero íntimo, las personas habrán concebido una nueva sensibilidad para entender las relaciones a distancia y este mundo de la virtualidad en plena era de revolución de las comunicaciones.
Los niños están a salvo
Pero ese mundo de la virtualidad, de las pantallas que se encienden cuando las luces de los estadios o las de nuestras habitaciones se apagan, también derrama novedades. Llegan las notificaciones en todo momento del día. Para bien y para mal.
A veces nos comparten recuerdos. A veces noticias. Hoy a la mañana seguramente habrán aparecido los comentarios del partido que mencioné al comienzo. Pero si uno vagabundea por las redes sociales tampoco puede obviar las necrológicas que destacan los diarios y las redes sociales. Los muros de los familiares, amigos, colegas y conocidos se van plagando de los avisos de quienes parten. Se cuentan en Tierra del Fuego semanalmente despedidas virtuales por decenas en una población regional que con suerte llega a los 200 mil habitantes. Los efectos de la pandemia comienzan a impactar en la mensajería digital y en el imaginario colectivo.
Alguna vez nos referimos a las tumbas de la gloria para despedir a aquellos fueguinos entrados en edad que reunían la condición pionera de reconocerse en el pasado más o menos profundo de nuestro pasado territorial. A ellos más que nadie está afectando esta pandemia. Y aunque no se diga abiertamente, el molesto suceso esta en el aire. El virus se está llevando día a día a muchos viejos pobladores.
En todo caso, el mayor consuelo para los deudos y amistades que quedan en pie, es saber y concientizarse que la fatalidad no afecta a los niños. Porque esta pandemia hubiese sido exasperante si el virus hubiese terminado con la vida de bebés recién nacidos, niños y jóvenes, porque en ese caso, se hubiese invertido el orden natural de las cosas, es decir, que los adultos despidan a las generaciones que naturalmente deben heredar el porvenir. Si se piensa en esos términos, las pérdidas se justifican en el orden natural del desarrollo vital de nuestra especie.
No se trata de especular con el mal menor, de aliviarse porque en definitiva un virus mata a los viejos y los pibes se salvan. Pero al menos en estos días de fútbol a puertas cerradas, de encierros preventivos y distancias sanitarias, quizá nos alivie un poco reflexionar que la situación podría haber sido peor y que, en definitiva, contamos con la gracia de que quienes hoy son niños y jóvenes, puedan testimoniar dentro de medio siglo, cómo los afectó la pandemia mundial del COVID-19.
Un buen ejercicio de refugio mental, para esperar las fiestas de fin de año e ir pensando cómo organizarlas y como entretener a los niños durante los festejos, porque ellos estarán presentes y esperarán la visita de Papá Noel y los Reyes Magos, mientras todos despediremos este 2020 que para bien y para mal, concluye.
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