Corrían los tiempos felices en una infancia despojada de preocupaciones, donde jugar al rugby en nuestro amado Circulo Universitario de Quilmes, nos abría puertas, nos permitía conocer a muchos y nuevos amigos y compartir un sinfín de vivencias e historias que nos acompañarán por siempre. Esos amigos, a pesar de la distancia y el tiempo, nos une un afecto perpetuo.
Esta historia se la conté a mi hija Azul y después a Ezequiel desde muy pequeños, todas las noches que su niñez me la pidió.
Es una historia verídica cargada con apreciaciones personales, diálogos propios de la edad y con bastante ficción. Al fin y al cabo el objetivo era sorprender a mis hijos.
Quiero que Azul, que fue la primera, y Eze, que se sumó después, sepan que nada me hace más feliz que ser su papá.
A los amigos del CUQ.
– ¡Dale Gonzalo, Maty, Pato, Willy, Negro…!. ¡Muevan el culo que se nos va el tren y llegamos tarde al partido! – les gritó el Gordo, asumiendo un rol de mariscal sin bastón. Los nombraba como una maestra que toma lista, pero sin polvo de tiza en los dedos. – Ya va gordo… siempre rompiendo las bolas con el horario – le respondió el Negro Dickson. Ese día no estaba el capitán del equipo, por eso lo llevaba el padre, así que el Gordo por tener más antigüedad jugando, asumía ese rol. Tal vez su aspecto de urso, desmesurado para la edad, resultaba intimidatorio para los otros que eran de estado normal para su etapa de desarrollo. – ¡Mientras no muevan el culo voy a seguir jodiendo!. ¡Después no tenemos tiempo para cambiarnos, ni entrar en calor!. Estos del CAR nos vienen teniendo de hijos hace dos partidos, aunque son 2 gatos locos que apenas juntan 15 y sin suplentes – les apuntó directo al ego. Igual era una arenga apenas tibia porque no había demasiada honra en juego. Perder contra el CAR – Club Argentino de Rugby – era solo un traspié de fin de semana, que para el domingo a la noche ya estaba olvidado. – ¡Apuren que seguro está el viejo Rodríguez en la locomotora! – les gritó, mientras se adelantaba a la estación con 3 medialunas por si necesitaba sobornar al maquinista, muy preocupado por el tiempo que apremiaba. Siempre iban justos y más de una vez se cambiaron en el mismo micro o en el tren. Como el viejo Rodríguez, muchas veces no bajaba la velocidad en la Avenida España, tenían que seguir hasta Sourigues, una estación más allá de su destino. Rodríguez, una persona muy responsable, era la víctima de la presión. Seguramente tendría hijos, sobrinos, nietos y no iba ceder por nada a semejante e irresponsable solicitud de cinco chiquilines que como lauchas en panadería, se acercaban a la locomotora para tamaña petición. Frente a este escenario tendrían que bajar en Ranelagh e ir caminando por las vías. Otros maquinistas en cambio, inconscientes, bajaban la velocidad en el cruce de Av. España y las vías. Uno era el Colorado Fernández, un tipo flaco con dientes amarillos y bigotes ocres de nicotina, que fumaba 43-70 a los que les sacaba el filtro porque si no, decía, no le sentía el gusto. Otro era el Pelado Mujica. Ese por 2 medialunas no dudaba en bajar la velocidad del convoy y por 3, directamente paraba el tren. El Pelado Mujica tenía la cabeza como una horma de queso arriba de un helecho, con los pelos entrecanos y la calva lustrosa y brillante como teléfono de carnicero; comía con la boca abierta, mientras hablaba sin poner ninguna “s” al final de ciertas palabras, con el mameluco azul engrasado y lleno de olor a humano sin ducha. La gente decía que al igual que Luis XIV solo se había bañado con agua y jabón apenas dos veces en su vida. Escupiendo migas babeadas y vociferando a voz en cuello “¡pendejos es la última vez!”, agarraba las medialunas con las manos engrasadas, sin más ni más. Tirarse del tren Roca en marcha reducida, como en las películas de Palito Ortega y Carlitos Balá del cine moderno y estar ahí nomás de la sede de nuestro club, soborno con medialunas manoseadas mediante, era toda una inconsciencia. Sin embargo bajar en la estación de Ranelagh e ir por las vías era toda una aventura en sí misma. Había que caminar entre durmientes de quebracho santiagueño, tal vez cortados a punta de látigo, esquivando piedras grises y los grandes clavos que los sujetaban. Con el morbo juvenil de ver perros destrozados por trenes que sin piedad destripaban animales con ese paragolpes de aspecto intimidante que bordeaba la parte frontal de las locomotoras, el llamado mataperros, la expectativa estaba en encontrar cualquier día una oreja humana o un dedo con un anillo. Lamentablemente quien haya sido testigo de ese espectáculo de terror que significa ver lo que queda de una persona desesperada arrojada a las vías, sabrá de qué hablo. Tal vez algún bombero impresionado por ese Guernica, por asco o por omisión, habría hecho la vista gorda con afán para no quedar también emocionalmente en ruinas, pensando que quizás hubiera sido distinta la cosa, con un poco de amor. Ese día el tren los había dejado en Ranelagh, batiendo record de velocidad. Rodríguez no los dejaba tirarse y apuraba el tren. El sabía que los pibes de celeste tenían partido, y que les sobraba el tiempo para llegar tranquilos al encuentro. Después compraron más facturas para calmar el hambre voraz de esa edad, como el de mochilero invitado a comer, el del estudiante que vive en una residencia estudiantil y que cae de visita a la casa de los abuelos… – ¿Viste Gordo, que llegábamos bien?. ¡Nos trajiste picándonos los sesos todo el puto viaje!. Entonces el Gordo acotó: ¡Y menos mal que no pasó el chancho!. En el apuro nadie había sacado boleto. – ¡Que se vaya a cagar el chancho! – dijo Willy. ¿ Por qué te pensás que les dicen chanchos? ¿Porque van al gimnasio y hacen la dieta de Scardale?. ¡Les dicen chanchos porque morfan como suinos!. Le damos las medialunas y fin del asunto. ¡Pero antes, le voy a untar las medialunas con el chivo de mis huevos, por corrupto! – dijo entre risas. – No se hagan los giles, que si no les hacía mover el orto todavía estábamos en la Oriente tomando el café con leche ¡y no coman más que si no corren ustedes, quien carajo va a correr! – espetó el Gordo, queriendo tener la última palabra. El Gordo nunca había tenido buen estado físico. Se cansaba rápido, tenía poca resistencia aeróbica a pesar de entrenar disciplinadamente, martes y jueves, en Rhodia. En Ranelagh todos llegaban al río pero él nunca llegó ni siquiera a la hélice del IMPA. Se le acalambraba la pantorrilla izquierda como un garrote y le resultaba imposible seguirle el ritmo a sus compañeros. Las vías del tren Roca pasaban por detrás del Golf Club de Ranelagh, lugar en donde siempre le hacían alguna que otra maldad a los que allí jugaban. El odio de esos señores tan bien vestidos para el deporte era absolutamente merecido. La verdad es que no tenían idea de cómo se jugaba al golf, ni el reglamento. Estaban convencidos de que simplemente era jugar a ver quién tiraba la pelotita más lejos y la metía en el hoyo de la banderita. Ni birdies, ni eagles, ni 2 bajo el par, ni putt, ni hierro del 7. Era común ver a Willy arrastrarse por debajo del alambrado que los separaba y robar las pelotitas que los jugadores con su swing de zapatos blancos con clavos y camisas abotonadas tiraban desde muy lejos, las que caían próximas adonde jugaban ellos. Entonces eran secuestradas de modo express en su camino al hoyo de la banderita con el Nº 9, pegado a la cancha 2 de Ranelagh. Los insultos de esos tipos que veían el secuestro, entre ellos un enano de motas rubias como Carlos Valderrama, se filtraban por el hueco del alambrado. Con el tiempo entendieron el juego y su sentir hacia ellos. Es que era una bronca más que justificada. Verlos con la camiseta celeste con azul, pesada como suegra que cae a la hora de la siesta, ya era motivo para ser observados con recelo y seguidos con la mirada de león al acecho. De leones cebados con carne humana. Así los miraban esos hombres de sombreros y pantalones sin pitucones. A ellos, los de Ulibarri. Y se rumoreaba inclusive que ya estaban en boca del canchero, un tipo apodado el “Tres Narices”. Tal vez algún accidente en su juventud, un padre golpeador o simplemente un defecto congénito habían hecho de su rostro un laberinto de pliegues y surcos que daban una imagen facial como de tres narices, algo que solo unos pocos habían visto. Sus facciones en falsa escuadra, su pésimo carácter y los rumores, hacían volar ese imaginario de pre adolescentes a lugares insondables. La espectacularidad que generaba su imagen los llevaba por caminos sinuosos, tortuosos del pensamiento, a submundos infrahumanos, donde seguramente el canibalismo era el único detalle que le faltaba para completar la selfie del horror. Sabían dónde guardaba las herramientas que le permitían tener prolijo el green, y bien cuidadas las trampas de arena. En el mismo lugar donde tomaba mate y se calentaba las manos huesudas con callos y el culo, en el duro y húmedo invierno bonaerense. Ese día en particular, aprovechando el tiempo ganado por la insistencia del Gordo y por Rodríguez, algunos intrépidos quisieron sacarse las dudas sobre este sombrío personaje. La intriga, la curiosidad, y la inconciencia fueron mejores aliadas que la coherencia y el raciocinio, que perdieron esta vez frente a una ocasional sensatez. Esa tapera de lata oxidada y maderas despintadas estaba a metros del alambrado que daba la espalda a las vías, justo por donde pasaban ellos. Unas botas largas como las que se usaban para ir a pescar taruchas a Chascomus, flameaban al viento, colgadas de un clavo del alero. Esas botas usaba él para sacar las pelotas que caían en esa ciénaga que dividía la cancha, una falsa laguna, que despedía olor a palomas muertas cuando se revolvía el fondo. Usaba un invento tipo “rastrillo –canasta”, al mejor estilo Yonematsu – un viejo tintorero japonés de Hokkaido que inventaba cosas útiles para lo cotidiano -. Así sacaba las pelotas, entre algas y burbujas de gases nauseabundos, en un gesto que ameritaba propina para la yerba y el azúcar. Esa labor no estaba incluida en su sueldo porquelo usual era que pelota al agua fuera pelota perdida, como tirada a los dioses del golf en ofrenda. – ¡Gordo, no seas cagón!. Cargate un par de piedras y venite. – Era el tiro de piedra perfecto. Desde las vías o un poco más allá, las piedras recogidas entre los durmientes llegaban casi sin esfuerzo a ese sonoro techo de lata. – Boludos, déjense de joder. Mirá si está ese tipo ahí y tenemos un quilombo – dijo asustado. Mente de niño en cuerpo de toro manso, diría su abuela. – ¡Dale Gordo! – insistió Willy. ¡Grandote al pedo, no seas cagón!, redobló la apuesta, tratando de mojarle la oreja. Nada bueno surgiría de esta situación. Herido en su orgullo, el Gordo cargó unas piedras y hacia allá fue. 5 piedras casi al unísono, como las flechas de Jerjes contra Leónidas, volaron por encima del alambrado, golpearon el techo y algunas los laterales del rancho. Y salieron corriendo pensando en la inmediata represalia, pero nada. Desde lejos la casita no daba signos de estar habitada. – ¿Vieron, boludos, que el Tres Narices no está?. ¡Vámonos a la mierda de acá!. Buby debe estar esperando preocupado. Vamos al club y dejémonos de joder, insistía nuevamente el Gordo, aterrorizado. -No, pará. Yo me mandó a ver si está – dijo Gonzalo, con la rapidez que en ese entonces le daba su figura delgada, con los pelos como el Cani en el Mundial del 94. El no le tenía miedo a nadie que lo quisiera correr, con su característico pique corto maradoniano. ¡Estás en pedo! – le gritaron. Era de guapos tirar un par de piedras de lejos y suficiente muestra de determinación de joder al prójimo en esa mañana de sábado, pero de ahí a meterse en terreno ajeno y desconocido, con la velocidad como única defensa, les parecía demasiado. Y así fue. Gonzalo pasó el alambrado con dificultad y evitando con esfuerzo no salir lastimado por las amenazantes puntas que dejan los alambres mal cortados, como garras filosas de hierro, victimarias de cuanta prenda ose enfrentarlas. – ¿Alguien lo va a acompañar? -preguntó el Matías, fingiendo un incondicional compañerismo. Todos se hicieron los boludos, eran un equipo de rugby no kamikazes en su última misión. Y así fue que Gonzalo pasó el alambre, se adentró en campo enemigo y se asomó a esa casucha sin puertas, con cortinas de plástico que colgaban descoloridas y que dejaban pasar el fresco en verano, y actuaban de filtro ante las moscas. De repente, como surge el estornudo, sin aviso, dramática y súbitamente … apareció el “Tres Narices”. Amenazante, era tal cual la descripción. Llevaba una pala en la mano y estaba a los gritos. Enfurecido y con la vehemencia del templario que cuida el Santo Grial, tenía los ojos desorbitados y los pliegues que le valían su apodo, parecían ahondarse en una cara roja casi violácea. Entonces se escuchó como un trueno con eco, el rosario de insultos que el “Tres Narices” disparó hacia ellos. Gonzalo corría veloz hacia el alambrado, mientras jirones de la celeste con azul, y de piel, quedaban como muestra y recuerdo de su desfachatez en los alambres, tal cual los banderines de quienes hacen cumbre en el Everest. Esa tarde le ganaron al CAR, el equipo de 15 gatos locos sin suplentes. |
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