Encierros eran los de antes…

Encierros eran los de antes…

Por Juan José MATEO. Licenciado en Historia. Miembro del instituto de Estudios Fueguinos

 

Juan José Mateo
Licenciado en Historia.
Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos

Desde hace cinco días Ushuaia regresó a la fase 1 por disposición del Gobierno provincial mediante un decreto que estipula la restricción de la circulación de vehículos y personas, además del acortamiento de horarios o el cierre directo de comercios de acuerdo a la cualidad de los servicios que brindan.

Al reactivarse nuevamente el contador de enfermos de coronavirus y ciudadanos hospitalizados en la capital fueguina y al aparecer casos en Tolhuin, se encendieron alarmas y las autoridades políticas ensayaron los protocolos que durante los inicios de la pandemia en la provincia habían dado buenos resultados. Puede decirse que todo venía bien en Tierra del Fuego, hasta que Río Grande sufrió un brote fuerte de casos y ahora Ushuaia sufre un asedio viral similar.

Tal es la situación, que en estos momentos, como nunca antes desde el comienzo de la pandemia, las ciudades fueguinas se sincronizan en un encierro colectivo total. Comienza octubre entonces, en un segundo momento de excepcionalidad social. A lo largo y ancho de la provincia, ese triangulo invertido de las Bermudas meridionales, experimenta la desaparición de personas en la vía pública.

Destellos de una memoria social individual

Desde otras latitudes se creerán habilitados a pensar que para los fueguinos el impacto podría llegar a ser menor porque, suponen, quien vive en tierras australes cuasi inhóspitas, en más de alguna ocasión, lo hacen encerrados hasta que pasan los temporales subantárticos. Pero los isleños sabemos que no es así y que más allá del clima, desarrollamos nuestro quehacer cotidiano con una soltura pocas veces interrumpida.

Es por eso que quienes vivimos acá sabemos que las condiciones actuales distan mucho de las imágenes que durante gran parte del siglo XX se hizo el resto de la Argentina del lugar. Desde ya que tendremos algunos inconvenientes según las zonas de las ciudades en las que vivamos, conflictividad que refleja problemas estructurales que restan resolver.

Mientras tanto, la tónica del aislamiento en la isla ojalá sea ocasión propicia para analizar cómo los encierros de antes distan de ser los actuales. Quizá adentrándonos en las experiencias del pasado, seamos capaces de encontrar destellos de aquella memoria social individual que tenga un anclaje en una cualidad del tiempo que ya no existe pero que al mismo tiempo sea aún concebida como un fenómeno conocido.

En Tierra del Fuego, que vivió los oscurecimientos y ejercicios de Defensa Civil durante el Conflicto del Beagle y la Guerra de Malvinas, en la abortada Operación Mikado que concebía el bombardeo de la Base Aeronaval en Río Grande por las fuerzas británicas en 1982, existe una generación vital que experimentó la posibilidad del encierro, pero también los efectos de una conciencia activa hacia los horrores de una batalla inminente en primera persona.

Los encierros de antes

Los ejercicios de oscurecimiento de los años 1978 y 1982 consistían en despejar las vías públicas y mantener a las familias aisladas en su domicilio particular. Las ventanas de cada vivienda eran tapiadas con cualquier elemento que impidiera se filtre un destello lumínico, por eso los artefactos eléctricos como los televisores eran apagados. También las luces de los autos eran cubiertas con cintas adhesivas o papeles.

Dichas medidas eran tomadas ante la búsqueda de las fuerzas armadas adversarias de objetivos militares activos para bombardear en nuestro territorio. Sobrevenía entonces al interior de los domicilios particulares una intimidad ligada al temor ansioso del silencio, en escuchar las voces del otro sin interrupciones sonoras de ningún otro tipo, de percibir el ruido del gas al encenderse una hornalla; de abrir los grifos y sentir la fuerza natural del agua confinada en las cañerías librándose al exterior de bachas, bañeras y lavabos.   Solo el sonido de las viejas radios de transistores con opción al uso con pilas y el sonido de corte y arranque del motor de la heladera, podían romper la monotonía silente del encierro y oscurecimiento programado.  Las transmisiones radiofónicas no solían durar más allá de las 00:00 y a veces era mejor bajar las púas de los tocadiscos y dejar danzar la música en las autopistas del sonido negro del vinilo. La experiencia era escatológica y traumática. El encierro era inducidamente voluntario. Adentro y afuera, la atmósfera se traducía en una constante de ansiosa tensión.

Los tiempos de sobremesa eran momentos de silencios reflexivos, donde los ruidos caseros cumplían la función de romper la monotonía de las miradas fijas hacia la nada. Tal vez en esas miradas se encontrara el homenaje futuro a la intimidad respiratoria del grupo familiar. Quizá sin poder imaginar que décadas más tarde, la vida urbana mudaría la sensibilidad del ruido blanco del silencio hacia los destellos de la omnipresente red de flujos digitales.

Los encierros de ahora

La sobremesa de la pandemia, en cambio, puede hacer gala del recurso infrafinito del teléfono celular, de los videos juegos, de la Internet que hizo del tiempo de pantalla una constante del entretenimiento ocular. No estamos solos en este encierro marca 2020. Ellos hacen posible que aquel tiempo cualitativo de respiraciones y miradas posadas sobre los límites del mundo material de los transistores, se postren ante la realidad aumentada de la era digital.

Como dioses novatos y advenedizos en un Olimpo de consumo a la medida de todas las cosas, transcurrimos nuestro encierro con un mundo en la palma de la mano, sobre la mesa, al costado del plato con comida, como si fuera un cubierto más que nos ayuda a alimentar nuestra avidez mental por la imagen constante de las pantallas encendidas de nuestros teléfono celulares.

A fin de cuentas, no hay manera que la generación actual pueda experimentar los encierros y silencios típicos del siglo XX. Por el contrario, la juventud actual –y particularmente ella- vive el encierro de una forma sustancialmente diferente, porque su sentido relacional con el prójimo pasa en parte también por la interconexión digital. Ello no reemplaza los vínculos presenciales tradicionales, pero seguramente ayuda a comprender mejor el encierro y aislamiento. La ilusión que causa la imagen digital tiende puentes poderosos que no conviene subestimar ni anatemizar.

Seguramente los niños del actual segundo cuarto del siglo XXI y los adultos con conciencia nostálgica del siglo XX suframos el encierro en forma diferente. Nuestro tiempo pasa por un mundo material más significativo. Necesitamos quizá un préstamo dadivoso de aquel planeta cosificado del fetichismo mercantil omnipresente en la década de los 80s. Un sistema material pensado para aquellos que carecemos de herramientas adaptadas a la ultravirtualidad exacerbada, donde lo común pasa también por la extraña maraña de la hiperconectividad.


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