Hace 45 años falleció Aníbal Carmelo Troilo -fecha que se conmemorará el lunes 18 de mayo-, a quien la publicidad había bautizado como «El bandoneón mayor de Buenos Aires» en una subjetividad basada en su imagen potente, su enormidad de compositor, un mito en vida, del que es difícil pensar que en el momento de su partida solo tenía 60 años.
Murió en el Hospital Italiano, a causa de un derrame cerebral y varios paros cardíacos y se encuentra sepultado en el Rincón de los Notables del cementerio de la Chacarita, ese extraño edificio-monumento con forma de bandoneón que alberga a las figuras del tango.
Hijo de padres italianos, circula una versión según la cual el apodo «Pichuco» proviene de «picciuso», que en un napolitano deformado querría decir «llorón»; y algo de eso había en aquella actitud con algo de Buda frente al bandoneón cuando se decía que en ciertos pasajes Troilo «hacía pucheros».
Nacido en el barrio del Abasto en 1914, para las nuevas generaciones su nombre está asociado sobre todo a los grandes poetas que le proveyeron letras como las de «Barrio de tango», «Sur» y el vals «Romance de barrio», de Homero Manzi, «La última curda», «Desencuentro» y «María», de Cátulo Castillo, o «Pa’ que bailen los muchachos» y «Garúa», de Enrique Cadícamo.
Enorme en vida, recolector de infinitas anécdotas entre la gente de la noche y el tango, hizo famoso su recitado «Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio… ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando», grabado en 1968 en círculo íntimo junto a figuras de Canal 13 entre las que se ve, absortos, a Beba Bidart y Claudio García Satur.
Era su versión en vivo de «Nocturno a mi barrio», un tango cuya música y letra le pertenecen, en un acontecimiento histórico de la televisión argentina cuyo videotape felizmente no fue destruido y hasta puede rastrearse en internet.
Vio la luz en la calle Cabrera 2937 y tras la muerte de su padre, cuando él tenía ocho años, pasó a vivir en Soler 3280, a menos de tres cuadras, y a los diez le pidió a su madre que le comprara un bandoneón, cuya posesión era un sueño que lo perseguía desde la primera vez que vio uno entre los tantos músicos que visitaban los cafés del barrio.
Su madre viuda, Felisa Bagnoli, hizo piruetas con la economía familiar –había un hermano y también una hermana, que murió muy chica- y accedió a comprarle uno por 140 pesos de la época, a pagar 10 pesos durante 14 meses, con la extraña suerte de que a la cuarta cuota el vendedor desapareció como por encanto y nunca más se supo de él.
Si bien tuvo otros, con ese bandoneón tocó casi toda su vida, incluso en su debut en 1925 en un bar aledaño al Mercado de Abasto, a lo que agregó un breve pasaje por una orquesta de señoritas –donde tocaba escondido mientras una chica hacía como que- y la formación de un quinteto a sus 14 años, del que no quedan registros.
En 1930 tenía 16 años y pantalones cortos cuando decidió abandonar sus estudios en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini: había sido contratado por el violinista Elvino Vardaro para su famoso quinteto, en el que militaban Osvaldo Pugliese, Alfredo Gobbi (hijo) y Ciriaco Ortiz, un amigo para siempre.
Troilo y ese bandoneón pasaron por las orquestas de Juan Maglio «Pacho», Julio de Caro, Juan D’Arienzo, Ángel D’Agostino y Juan Carlos Cobián, hasta que en 1937 armó su Orquesta Típica –que mantuvo con muchas variantes hasta sus últimos días- y debutó en la boîte Marabú, un subsuelo de Maipú 359, a pocos metros de Corrientes, cuya entrada se puede apreciar aún.
Troilo jamás dejó de tener su Orquesta Típica, que al mismo tiempo varió constantemente de integrantes, y fue el mayor sobreviviente del desastre pergeñado por las productoras de discos y las emisoras de radio a partir de 1955, cuando todo lo popular y nacional se empezó a mirar de soslayo.
Entre otros pocos, persistieron Juan D’Arienzo con su música para bailar, seguido en segunda línea por el retardatario Héctor Varela –más adelante figura estelar de ciertos programas televisivos- y sobre la década siguiente la industria encontró en el cantante Julio Sosa una manera digna de vender discos.
También la peleaba Ástor Piazzolla, pero lo suyo es otra cosa.
La primera formación de la orquesta de Troilo estaba integrada por Orlando Goñi, Enrique Kicho Díaz, Roberto Gianitelli, Juan Miguel Toto Rodríguez y el cantor Francisco Fiorentino; y por inexperiencia juvenil, falta de práctica y estilo de época tocaba «a la parrilla», es decir, sin una orquestación orgánica ni dirección visible, solo repitiendo los aciertos alcanzados en los ensayos.
Hay grandes diferencias entre aquella orquesta recién nacida y la que mostraba Troilo años después, ya que había sido pensada como vehículo bailable, que fue lo que le dio un primer impulso, diferenciándose de las búsquedas de Julio de Caro o la petulancia de Osvaldo Fresedo.
Las cosas cambiaron en los primeros años 40, cuando Piazzolla comenzó a escribirle los arreglos –Ástor estuvo allí entre 1939 y 1944 e incluso siguió haciéndolo luego de formar su propia agrupación-, y eso le aportó una definitiva identidad a una orquesta que solo murió cuando murió su líder, en 1975.
En lo personal, en 1938 se casó con Zita, nacida en Grecia y la mujer de su vida, cuyo nombre real era Ida Dudui Kalacci -y quien le obsequió aquel primer bandoneón de Troilo a Piazzolla luego de su partida-, y en 1951 la muerte de su amigo Homero Manzi lo sumió en una profunda depresión que lo retiró de los escenarios durante un año. Para él compuso «Responso», un tango instrumental.
Al volver con su orquesta, Pichuco formó en paralelo un famoso dúo de solistas con el guitarrista Roberto Grela, que luego fue cuarteto –se pueden buscar grabaciones en las redes- y más adelante, en 1968, cuando su arte ya rozaba lo excelso, juntó su bandoneón al de Piazzolla para grabar joyas como «El motivo» y «Volver».
En 1953, Troilo y Grela intervinieron en la obra musical «El patio de la Morocha», de Cátulo Castillo, donde interpretaba el papel del bandoneonista Eduardo Arolas, pero esa no fue su única incursión en los escenarios; hasta días antes de su muerte participó en multitudinarias funciones en el teatro Odeón, en sociedad con el poeta Horacio Ferrer, sin saber que su vida estaba llegado a su fin.
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