Septiembre del 2011, barrio de Belgrano. Un edificio. Ni paqueto, ni venido abajo. Estaba casi de tres meses y con un tipo que no quería ser papá. Yo sí quería ser mamá. Siempre quise, pero no así.
No tenía trabajo, vivía con mi vieja. Y además, ya conocía el rechazo desde el momento cero y no, no se lo merecía.
Llamé a un número que me habían pasado. Ahí solo me informaron precios. 6.500 pesos de entonces. Y me dijeron que me llamaban luego. Horas después recibí el llamado. Que agende equis fecha, me dijeron. «Tenés que estar en esta dirección, a esta hora. Cuando estés en la puerta te damos más información. No vengas con hombres” – escuché decir del otro lado de la línea, y cortaron. No pude ni preguntar si podía ir con alguien.
Llegué hasta ahí por una amiga a la que desesperada llamé porque ella ya había pasado por eso. Me pasó la dirección de un ginecólogo al que tenía que hacerle un «guiño» para que me diera un contacto. Y así fue. Me hizo una ecografía, tacto, confirmó la gestación y le dije «él no quiere tenerlo…» y con eso fue suficiente. Me dio una tarjeta y listo. Me fui.
Llorando.
El día D fui con mi mamá. Cuando entramos, salía una chica que estaba destruida. Pálida. Se le iban los ojos para arriba y se agarraba la panza. Tuve mucho miedo. Agarraba la mano de mi mamá tan fuerte que creo que le lastimé el dedito chiquito. «Carolina… » dijo una vieja con anteojos y olor a cigarrillo. Olía de acá a La Quiaca, y vivo en Ushuaia.
Pasé. «Sacate la ropita en el baño y ponete lo que cuelga del perchero, amor». Obedecí. Llorando. Me acosté. Me pusieron anestesia. Cuando me desperté ya no tenía ningún malestar, ni náuseas. No olía de acá a ningún lado. Solo un dolor terrible en el medio del pecho y una culpa que se hizo pesadillas meses, y años después. Veía bebés muertos por todos lados. Y si me cruzaba una mujer gestante, cambiaba de vereda.
Un mes después, todavía sentía dolores insoportables entonces agarré esa tarjeta y llamé de nuevo. Me dijeron que vaya, que me iban a revisar. Tuve que volver a ese lugar de mierda. Y sola. Tenía el útero abierto y hacía contracciones (¡tenía contracciones!). Me dieron unas pastillas. Largué un coágulo del tamaño de mi espalda y el dolor comenzó a pasar, aunque durante muchos años salieron de mi cuerpo con el pis, la menstruación o al ducharme, como carozos de durazno ¿viste?. Con venitas a los costados. Con sangre. Años largando pedazos de cuerpo, de endometrio.
Las consecuencias de ese aborto mal hecho, me siguen hasta el día de hoy. Y en 2011 ya hacía varios años que iba al encuentro de mujeres, que militaba el aborto legal y que era una muchacha empoderada. Pero me pegó igual. Me sentí mal igual. Culposa, horrible. Veía niños de la edad mas o menos que debía tener y lloraba en las veredas. Estigmatizada, con un cartel de delincuente en la frente vivo hasta el día de hoy, porque yo aborté, pero encima no lo cuento orgullosa, ni nada de eso. Apenas lo cuento y a veces hasta siento vergüenza.
Mi salud se vio deteriorada y estaba convencida de que nunca sería mamá. Todavía hago terapia, a veces con mi bebé a upa. Porque sí, soy mamá. Mi hijo es una decisión y es el vínculo más amoroso de mi existir. Y también es el vínculo más amoroso de su papá. Somos una linda familia.
Hoy está en discusión (otra vez) esta cuestión en el Congreso. Y escuchamos en los medios a referentes de todos los palos, con todos los pañuelos colgando y bla bla bla… Buenísimo. O malísimo, bah. Porque se termina discutiendo si el aborto sí o el aborto no, cuando ya sabemos que el aborto existe, pasa, sucede y no a todas les toca de la misma manera.
Entonces, deberíamos partir de la premisa que dice que las mujeres abortamos, algunas por decisión total y completamente suya, otras por circunstancias de la vida y otras obligadas. Unas con dinero, otras con pastillas, otras con agujas de tejer. Pero las mujeres abortamos y punto. No abortan los hombres (quizás después de nacida la criatura, sí. Pero antes no).
Son nuestros cuerpos los expuestos. Nuestras mentes. Nuestros espíritus. Nuestras las muertas, también ahí. Siempre nuestras.
Este es el punto clave, no si mueren 837.429 por segundo. Si muere una en un año, es suficiente. Porque es tan fácil de evitar como de que se termine este mandato social que deriva en muerte una y otra vez. Se termina si sale a la luz. Se terminan las muertas que terminan en un cementerio y las muertas en vida que también mueren un poco a partir de ese día.
Se termina esta mierda de vivir escondida.
Y mañana, también se discute el plan de los primeros mil días, que celebro en igual medida porque -no lo puedo asegurar- creo que de haber existido en su momento, me hubiese permitido vivir otra cosa, más libre, sin tanta carga por no poder darle de comer, o no saber cómo carajo hacer para sustentar un humanito.
A veces el aborto también es una salida al hambre que una no quiere hacer heredar, o una forma de ejercer violencia hacia la mujer que desea tenerlo y no es acompañada, y de eso también habría que hablar. Y este programa permite eso, desnudar todas las realidades que habitan la cuestión sobre la maternidad. Que no es como lo muestra la revista Para Ti, ni ninguna película de Hollywood.
La maternidad es un tema sensible.
Hoy, en el 2020, ya sabemos la relación entre nacer dignamente y una vida digna, y entre criar respetuosamente para formar adultos respetuosos. Si bien no hay manuales para ser madres, y padres, hay muchísima información valiosa dando vueltas que ayuda muchísimo a criar hijos para un mundo mejor. O al menos intentarlo, bueno. Ya se verá.
Y el día que escriba mi libro sobre esto va a empezar así: «Para cambiar el mundo -dice Michael Odent- hay que cambiar la forma de nacer. Y de criar. Y para eso – agrego yo – la maternidad tiene que ser deseada, o no ser, y siempre estar acompañada por políticas públicas».
Que sean ley. Ambos proyectos. El beneficio es para todos, todas, todes… Y aunque no lo creanse generará una sociedad menos violenta, no tan rota y, sobre todo, empoderada, libre, respetuosa y digna. Y viva, viva en serio y de una vez.
¡Salud!
Diario Prensa
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