El testimonio de la vecina de Ushuaia Edith Sosa viuda de Padilla, quien a sus 78 años de vida evoca la campaña 1978 – 1979, transcurrida con su esposo y su pequeño hijo en el continente blanco.
A casi medio siglo de su paso por la base Esperanza y entrevistada por Diario Prensa Libre, la pionera antártica evoca una experiencia que la marcó por el resto de su vida.
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El frío y la inmensidad de la Antártida se contrarrestan con el calor de los recuerdos de Edith Sosa, antigua pobladora de Ushuaia, quien a sus 78 años de edad, mantiene muy vivo el recuerdo de aquellos lejanos días que marcaron su vida, cuando junto a su esposo Ernesto Padilla y su pequeño hijo Alejandro pasaron todo un año en la base Esperanza.
«Mi esposo era sargento auxiliar mecánico y trabajaba en la parte de mantenimiento de las motos de nieve, los trineos tirados por perros y otros vehículos, mientras que yo me encargaba de lavar y mantener la ropa de unos 15 soldados y otros tantos oficiales”, rememora Edith sobre aquellos 12 meses, entre 1978 y1979, que permanecieron en el continente blanco.
La entrevistada llega a la redacción de Diario Prensa Libre vistiendo con orgullo una campera de color naranja, con una capucha ribeteada de piel: “Esta campera me la regalaron en la base y simboliza una etapa muy feliz de mi vida. A todas las mujeres nos proveían además de un uniforme de pollera, pantalón, saco, corbata, cartera, zapatos, guantes, de todo. Era un equipo completo que usábamos a lo largo del año y en distintas ocasiones según fuera necesario.
Oriundos de las provincias de San Luis ella y de Salta, él, el matrimonio arribó en los `70 a la capital del Territorio Nacional de Tierra del Fuego, para fundar su familia.
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“Cuando llegamos nos recibió el coronel retirado José María Toribio Baca, fundador de la Asociación Polar Pingüera Antártica Argentina. Tras la inauguración de la Casa Naranja, en la calle Don Bosco Nro 380, él nos ofreció quedarnos en la ciudad. Así fue que gracias a su ayuda nos radicamos acá definitivamente, después de pasar un año en la Antártida”, explica Edith.
Consultada sobre las labores que realizaba en la base Esperanza y cómo era su rutina de vida en ese lugar, se remonta a 47 años atrás y responde: “Nos levantábamos a las seis de la mañana, teníamos que llevar a los niños al jardín, y luego cada una de las mujeres teníamos una actividad para hacer. Yo, por ejemplo, iba con una carretilla a buscar hielo para derretirlo y tener agua disponible en la casa. Después, siempre había que hacer alguna tarea más. También lavábamos la ropa de los oficiales, alimentábamos a los perros o nos turnábamos para ayudar en la cocina, entre muchas otras actividades.
Éramos varias mujeres, estaba la señora del capitán, la del cocinero, la del operador.. Las chicas también nos juntábamos a charlar y nos llevábamos muy bien. Eramos realmente muy unidas y nos cuidábamos entre todas”.
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A pesar de las estrictas condiciones de vida, Edith asegura que no había tiempo para aburrirse. “No, no había espacio para el aburrimiento. Siempre estábamos ocupadas. Después, cada una iba a retirar a su hijo al jardín, o hacer alguna actividad en la cocina. Los domingos a las 12 el padre daba misa, y a veces salíamos a caminar con el cura en cortas excursiones por los alrededores”, continúa relatando.
El recuerdo del modo en que su hijo Alejandro, que en ese entonces tenía solo un año, disfrutó de la experiencia, le provoca una sonrisa: “Alejandrito, que hoy tiene 48 años, le encantaba correr tras los pingüinos. Le gustaban mucho los animales e inclusive tenemos una foto con un pingüino blanco, una verdadera rareza, en brazos.
También estaban los perros de la base y veíamos focas y lobos marinos. Además había una especie de cuervo antártico, los escúas, ante los que había que tener cuidado y cubrirse la cara porque solían picar los ojos”.
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“¿Y alguna vez tuviste frío?”, se le pregunta durante la entrevista a quien transcurrió una parte de su vida con temperaturas que pueden descender hasta los 30º bajo cero.
“No, no. Nunca, porque teníamos toda la ropa de abrigo que necesitábamos: botas, guantes, todo, a la hora de salir de las instalaciones. Dentro del edificio, la temperatura siempre fue estable y muy agradable, único modo de sobrevivir en semejante clima hostil”, responde.
A casi medio siglo de la experiencia vivida, habiendo perdido hace algunos años a su esposo Ernesto, quien fue reconocido como “Caballero del Desierto Blanco de Primera”, Edith revive cada tanto, con sus cuatro hijos, Alejandro, Ramón. Elisa y Carolina, y sus tres nietos, aquellos días vividos en el punto más austral del planeta.
La historia de Edith Sosa viuda de Padilla es sin dudas un testimonio de coraje y esfuerzo, y un homenaje a todas las mujeres que, en el continente helado contribuyeron al avance de la ciencia, a la presencia argentina y al fortalecimiento de nuestra patria en condiciones extremas