Me clavó el visto

Me clavó el visto

Me clavó el visto

Clavar un visto en WhatsApp es una de las respuestas más crueles de estos tiempos. Y chequear la última hora de conexión, la forma de control más efectiva. Ya sea por cuestiones amorosas, laborales o amistosas, estas dos dinámicas se han instalado entre chicos y adultos. ¿Cómo cambiaron nuestras relaciones interpersonales en estos años? Más allá del vínculo, hay una misma premisa que no se altera: lo que pasa por WhatsApp importa, adentro y afuera. Un recorrido por los usos, las estrategias y las angustias que genera la aplicación más usada por los argentinos.
En el día de los enamorados Mariel tiene 23 años y su flirteo no está en el mejor momento. Aunque la fecha es irrelevante siente angustia: por una pelea la salida fue cancelada. Pero tiene un celular y tiene un plan. El 14 de febrero cambia su foto de perfil de WhatsApp, programa una alarma para la madrugada y se acuesta temprano. Cuando suena y se despierta, va directo a su objetivo: abre la aplicación y mira la pantalla, brillante en el silencio de la habitación. Unos segundos después, vuelve a dormir: “Para que mi última conexión fuera a las 5 de la mañana y él, de última, si estaba viendo eso… pum, que lo viera”. Al mediodía siguiente Ramiro, un universitario de 20 años, se pregunta por un amigo que salió la noche anterior. Entra a WhatsApp y corrobora “a qué hora se acostó a ver qué noche tuvo”; su regla es clara: “última conexión a las 7 de la mañana es… buena noche”.
Nuestros cuerpos están distanciados cuando nos comunicamos por escrito. El gran desafío de quienes hicieron las viejas salas de chat, de las que WhatsApp es descendiente, fue cómo diseñar un entorno donde los participantes sintieran la presencia de los demás, como si pudieran compartir un mismo tiempo y espacio. La lista de contactos en línea, las notificaciones, la foto de perfil, los estados de conexión, fueron elementos que se incorporaron para provocar una conciencia sobre los otros que nos rodean. La última vez y el visto son, justamente, ese tipo de huellas: dan sensación de presencia, indican que nuestros cuerpos están o estuvieron ahí. Esa es la clave para indagar por qué nos importan.
Sol tiene 18 años y es jugadora de hockey. Agarra el celular, abre WhatsApp y propone un plan en el grupo de chat. Pasan los minutos y la respuesta no llega, entonces chequea la lista de quienes lo leyeron y hace reclamos personalizados: “Che, ¿por qué no me respondiste?. ¿Podés o no?”.
En 1851 el escritor José Mármol expresaba algo parecido en este diálogo para los personajes de su novela Amalia:
– ¿Han traído una carta?
– No, señor. El coronel Salomón mandó decir que no le contestaba por escrito porque no hallaba el tintero en ese momento.
E incluso antes, en la modernidad, los manuales del arte de la conversación que revela el historiador Peter Burke en Hablar y callar (1996) aseguraban que “así como en el juego de pelota no tiene objeto golpearla con tanta fuerza que el otro no pueda devolverla, del mismo modo, la conversación no puede ser agradable si falta la réplica”.
No hallar el tintero, quedarse sin batería, tener poca señal, no escuchar el sonido del teléfono, son expresiones intercambiables que persiguen un mismo objetivo: dar una disculpa.
En noviembre de 2014, el doble “tick” (marca) azul llegó a nuestras vidas. El anuncio oficial suscitó una
polémica con memes irónicos, artículos potenciales conflictos, aplicaciones y tutoriales para cancelar la funcionalidad. En pocos días el gigante mensajero, parte de la familia Facebook Inc., dio marcha atrás y permitió que los usuarios pudieran desactivarla. También nacía la expresión “clavar el visto”.

Pegados al cuerpo

Mateo tiene 20 años; estudia en la universidad, sigue a Boca, a veces va al cine. No es ansioso. Pero todas las mañanas, en su casa de Belgrano, cuando se levanta mira el teléfono expectante… Busca, dormido, la lucecita parpadeante: quiere saber si hay notificaciones. El sociólogo y director de FLACSO, Luis Alberto Quevedo, señaló alguna vez que las nuevas tecnologías de la comunicación aparecen “pegadas” a los cuerpos de las generaciones más jóvenes. En el bolsillo, en la mano, al lado de la cama, el celular está ahí “desde que me levanto hasta que me duermo”.
Y si el celular está pegado al cuerpo, WhatsApp está pegada al celular. Es una de las aplicaciones más usadas por los argentinos, y no tenerla implica riesgos de exclusión social.

Metadatos

Laura tiene 18 años y hace poco terminó la escuela secundaria. Cada vez que chatea por WhatsApp, se siente obligada a contestar de forma inmediata y eso le molesta. Hace poco desactivó la última hora de conexión a ver qué pasaba. La decisión tuvo costos que no tardaron en expresarse: preocupado, su novio le preguntó si algo había cambiado entre ellos. Ahora, Laura se replantea todo: “La otra persona siente que le escondés algo, como que salís a la noche y no querés que vean la hora a la que te dormiste, por algo que hiciste, o si saliste”. La tendencia es la de exigir, con aparente derecho, el aquí y ahora del otro con el que nos comunicamos, y demandar que se haga visible a través de las tecnologías que usa.
Lucila tiene 23, estudia ingeniería industrial, trabaja, es alegre. Un día como cualquiera, a modo de consuelo envía un mensaje de voz por WhatsApp a una amiga cercana que ha perdido a un ser querido. El doble tick azul, indeleble como la tinta china, marca el mensaje. Pasan los segundos, los minutos, las horas, los días, y la respuesta no llega. La ansiedad cede lugar a la angustia: ¿habré dicho algo malo? ¿hiriente? ¿equivocado? ¿desubicado? Tomada por la duda, comparte la nota con su círculo: “La compartí a mi familia, mi hermano, mi viejo: Che, ¿fui muy bruta?”. Es difícil mantener el temple cuando aparece la confirmación de lectura del mensaje. Lucila explica que “si vos mandás un mensaje y no está la doble tilde azul, es como un no lo leyó; pero si está la doble tilde azul es como un ¿por qué no me respondió?”. Mientras que la última vez atraviesa a la privacidad, la confirmación de lectura del mensaje se interpreta como no estar disponible para el otro.
“El visto es: lo vi, y decidí no responderte”. Solo por estar ahí, el color azul produce la idea de que uno es ignorado. Incluso cuando se reconoce que el visto puede ser automático por una pantalla abierta sin querer, por ejemplo, se considera casi siempre como gesto voluntario; de ahí que la expresión popularizada sea “clavar un visto”. Para la gran mayoría, la no respuesta es un disparador de sensaciones negativas: angustia, sorpresa, enojo, tristeza, confusión. Julián, que salió con una chica que solía clavarle vistos, vivía cada uno de los momentos “como un rechazo, porque es como indiferente”. Un dar la espalda, en palabras de varios entrevistados, un indicador de desinterés.
“Mi mamá es fanática de mirar mi última hora de conexión. Por ahí me mandaba mensajes: ¿Te conectaste y no me respondiste?” cuenta Mariel. Julieta, por ejemplo, quitó su hora de conexión porque “salgo bastante entre semana, y a mi jefe lo tengo en WhatsApp”.
No responder es porque a veces no queremos responder. O simplemente porque no sabemos qué decir frente a lo que recibimos. Y es en ese momento de suspensión del tiempo que nuestro “estar” en la plataforma deja huellas, huellas que son lo único que le queda al otro para navegar el contexto interaccional. Por eso pueden tornarse en señales frías: expresan el desencuentro de cuerpos que no se ven cara a cara. Y quizás por eso sentimos una herida narcisista frente al doble tick azul.
El dolor y la incomodidad encuentran otra razón de ser en el valor que la comunidad le da al visto y a la última vez. Si todos piensan que “clavar un visto” es ignorar, y que conectarse a la madrugada es indicador de haber salido a la noche, entonces es probable que su uso sea en parte estratégico. La regla de Julieta sobre cómo funciona el visto en sus vínculos amorosos es: “Para mí, el visto es muy simbólico, es como que lo RE leyó. Para mí está en la Biblia… si vos me clavás el visto, listo, pero sé vos quien empiece de nuevo la conversación”.
¿Por qué no desactivamos entonces funciones que nos hacen sufrir?. “Si me das a elegir entre la información y la paranoia incluida y la no información, obvio que prefiero la información”, diría Julieta. WhatsApp impone una simetría de datos por la que desactivar un dato implica dejar de acceder al de los demás. El poder que otorga mirar es entonces lo que está en juego en la plataforma y es lo que no se quiere perder, incluso a expensas de la tranquilidad propia y del resguardo de la privacidad. Esta paradoja explica por qué estos datos son encuadrados como “adictivos”, como si se tratara de una trampa ineludible. No sería demasiado arriesgado imaginar WhatsApp como un dispositivo panóptico de doble entrada: si uno ingresa, sabe que es potencialmente observado, aunque no sepa cuándo ni por quién, pero también puede observar a otros. Un dispositivo de micro-vigilancia, dicho de otro modo.


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