Había una vez, un día gris… Como mi cabeza y mis ganas de subirme a la rutina, sin ninguna esperanza de sentir un ápice de alegría. Tan gris como el manto oscuro de la noche que llegaba al fin para terminar con un día carente de color.
Una terrible sensación de que nada iba a cambiar, que al final de la jornada solo estaría festejando el transcurrir de un día menos en el planeta y no la felicidad de haber vivido uno más, me apretaba el pecho y no me dejaba respirar.
Pero este día gris particularmente, era distinto. No tenía olor a cenicero, ni color a nostalgia… más bien mostraba que a veces y sólo a veces, es mejor mantenerse derecho, caminar por la línea punteada, ir a lo seguro sin irse a los extremos y entender que mantenerse tibio también puede darnos algo de paz.
Así, decidí arrancarle a la vida algo que neutralizara el gris que corría por mis venas. Puse música del gallego del bombín y sus 19 días y 500 noches, porque nada es más consolador que la poesía nostálgica, arrabalera y grisácea de sus letras. Me dispuse a sacar harina y levadura para hacer pan, ese pan que mi madre sacaba fragante del horno en esos lejanos días grises de mi infancia. Mientras crecía la masa me arropé y salí, de cara al frío, en una típica y penumbrosa tarde invernal, a enfrentar el tiempo muerto.
Las gotas de una lluvia molesta caían como agujas, pinchándome la cara, mientras chapoteaba en pequeños torrentes de agua gris, que corrían a la par del cordón de la vereda, absolutamente aptos para hacer navegar barquitos de papel.
Todo a mi alrededor se fundía en una escala de grises profundos, claroscuros y tornasolados, en una paleta monocromática que no necesitaba más colores que ese, mi gris interior. Sentí que ya no deseaba ver el arcoiris sino aceptar que también puede haber magia en la opacidad.
El agua logró llegar hasta mi alma, para refrescarme la tristeza, el sinsentido de mi vida y la pálida expectativa en que las cosas cambiarían alguna vez… ese escalofrío me hizo caminar más rápido. Corrí por la calle vacía, saltando charcos hasta experimentar algo que reconocí como… ¿alegría?. Respiré profundo y llené de aire húmedo el cuenco de mi pecho, hasta sentir… ¿felicidad?.
Volví empapado al calor de mi casa. La masa se había desbordado y prometía convertirse en el pan fragante que antaño hacía mi vieja, en tardes tan grises como la que recién se había devorado la noche.
Era feliz en ese entonces.
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