Por Martín M. Rizzo Licenciado en Psicología. Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos
“Freud habló de la reacción terapéutica negativa, del atractivo que tiene el síntoma para el sujeto que lo padece, que lo sufre pero al mismo tiempo se aferra a él, y por lo tanto se puede suponer que hay allí alguna forma de placer. Pues bien, lo que Lacan llama goce es este placer que subsume a la vez el placer y el displacer”. (Jacques-Alain Miller)
Del goce se pueden decir muchas cosas, y en principio uno puede tomar la frase precedente como un buen punto de partida para internarse en la problemática que este tipo de cuestiones plantea.
Esa extensa complejidad es en cierta forma la realidad misma, de las personas, de la política, de la sociedad; empecemos por lo que sucede puertas adentro del consultorio. Ahí lo esperable es que alguien traiga su malestar, y en los carriles que traza la palabra, suelte amarras para expresar algo que concierne a su queja. Si la queja puede tornarse una demanda –una búsqueda podríamos decir también de un modo más coloquial-, entonces la cuestión se pondrá en marcha para que la experiencia analítica pueda ir desandando los caminos de esa historia y los rodeos en que el sujeto se encuentra con aquello que genera un malestar.
El goce, como menciona Miller, es una entidad contradictoria o antinómica, en esas contradicciones un sujeto halla el impasse, o el estancamiento, del que no puede salir con facilidad, y que lo lleva –en el mejor de los casos- a poner palabras a eso que lo afecta.
¿Cómo es que algo que produce displacer puede a su vez producir placer? Esa es la pregunta que concierne al goce. Así, el goce, es la sustancia con la que analista y paciente se ven convocados a tratar, una entidad difícil que podemos vislumbrar en lo que Freud llamara el más allá del principio de placer.
Esto último lo podemos ejemplificar con facilidad si decimos por ejemplo que: una copa de vino puede ser algo placentero para un sujeto, dos, o incluso tres también, el asunto es el cruce de esa línea que no siempre está clara –pues siempre es variable-, y que puede llevar de un mero placer a una situación de goce, la cual en este caso planteado sería el arribo al alcoholismo.
Hay -como podemos inferir-, algo del goce en lo que a las cantidades se refiere, en lo que a las repeticiones incumbe, y en lo que a los límites respecta.
En base al ejemplo anterior podemos entonces decir que el gusto por el alcohol no deja de ser un velo que oculta el gusto por la repetición y lo desmesurado, es por esto que no importa tanto si la cuestión pasa por copas de vino, los cigarrillos, los golpes que recibe una persona por parte de su pareja, o lo que fuera; el síntoma es repetición anudada a un malestar. Ese es el goce.
El goce es a su vez inentendible para sí mismo, es silencioso y mortífero, se presente como se presente. Los razonamientos conscientes o los consejos de “expertos” no conmueven a esa sustancia muda que replica su estereotipada satisfacción.
Por eso no se trata de entender en psicoanálisis, sino de intentar que aquello que enmudece pueda tomar la palabra, y en las resonancias de su propio decir hallar aquella forma singular de realizar una invención, un arreglo, un remiendo que ponga al sujeto en una posición diferente respecto de su propio goce. Eso nunca puede venir de afuera, es el sujeto el que toma la decisión, el analista no maneja ese bólido, en última instancia es el copiloto, si me permiten el reduccionismo de la expresión.
Esto sucede porque, si lo que hablamos tiene algo que ver con los límites, entonces la ley está inserta en este esquema, y la ley puede venir de afuera -claro está-, pero los cambios que realmente tienen efecto no pueden imponerse a un sujeto. La ley se subjetiva o no, es decir, se la tiene en cuenta o no, y en esto va la posición de cada cual con su goce, los riesgos que desee tomar, y las transgresiones que pretenda realizar. Desde luego que hay sociedades más permisivas y otras más represivas, pero el goce no es una realidad eliminable, cada sujeto y cada sociedad buscan las formas de hacer algo con lo que esto representa. La antigua tragedia “Antígona” de Sófocles muestra estos laberintos con insoslayable claridad, el lector podrá referirse a ella para encontrar allí un ejemplo vívido de lo que hablamos, no por nada Lacan se valió de dicha obra para ilustrar su enseñanza.
El analista, aludíamos líneas arriba, da lugar a que el sujeto realice una demanda en torno a su síntoma, da lugar también a la escucha, interviene desde una posición diferente a la del juez, el coach –tan de moda en estos tiempos de listo para llevar- o el pedagogo, pues juega su partida con lo inconsciente y es en ese terreno en el que da la chance al sujeto de ponerse en relación con su síntoma. Es claro que el sujeto toma la oportunidad o la rechaza, de allí la reacción terapéutica negativa a la que apunta Miller en la frase con que iniciamos este artículo.
Entonces, si el problema está ligado a sujetos y a posiciones desreguladas en lo que al goce respecta, la cuestión no sólo queda dando vueltas en un consultorio, es a su vez un tema político y social como hemos mencionado. Es por esto que Freud escribió “El malestar en la cultura”, ese texto del que muchas veces se habla, y que pocas veces se relee, pero que marca un hito para volver a subrayar la realidad del inconsciente y de todo aquello que no anda a partir de la supuesta racionalidad de los seres humanos, racionalidad que el concepto mismo de goce pone severamente en jaque.
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