“Sarasa” y la soledad

“Sarasa” y la soledad

“Sarasa” y la soledad

En una esquina casi siempre reservada en el Bar de los Indignos, Ernesto «Sarasa” se acomodaba como quien se prepara para ser testigo de historias ajenas. Era un hombre que hablaba de todo y de nada a la vez, envolviendo a los parroquianos en sus palabras como si fueran melodías. Cada noche elegía un tema distinto, pero siempre volvía al mismo: la soledad, compañera incansable de tantas personas que habitan el mundo.

Con la luz tenue sobre su rostro y un vaso de vino tinto en la mano, «Sarasa» comenzó a hablar. Su voz, suave pero profunda, parecía arrastrar ecos de experiencias propias y de otros.

“La soledad…” – comenzó diciendo, mientras se inclinaba ligeramente hacia adelante.

“.. es un viento constante que acaricia o azota, según el momento. Puedo ver sus huellas en los rostros de tantos. ¿Quiénes son esos?, dirán ustedes. Les contaré de ellos, y quizás los reconozcan…”, continuó, mientras se hacía un breve silencio un tanto incómodo entre quienes lo escuchaban atentos.

“Primero, está el viajero solitario. Lo vi una vez, un hombre de mediana edad, sentado en la ventanilla de un tren que iba rumbo a un destino sin nombre. Su rostro estaba marcado por las cicatrices del tiempo y el cansancio de no pertenecer a ningún lugar.

En sus ojos había un anhelo profundo, como si buscara en el paisaje que desfilaba por la ventana, una respuesta a su soledad. Quizás no viajaba por placer, sino porque el estar quieto le pesaba más que estar en movimiento. Sin nadie con quien compartir sus trayectos, era el viento el único que se colaba entre sus pensamientos”. Hizo una pausa, como si viera la imagen del viajero ante él, y luego siguió.

“En la plaza, una vez vi a un viejo sentado en un banco de madera desgastada. Todos los días, siempre a la misma hora, lo encontrabas ahí. Nadie sabía quién era o de dónde venía. Algunos decían que esperaba a alguien. Quizás a un amor que se fue demasiado pronto, o a un amigo de la infancia que nunca volvió. Pero yo creo que simplemente esperaba. Su soledad era silenciosa, como las hojas secas cayendo al suelo. Los pibes corrían a su alrededor y él, con las manos entrelazadas sobre su bastón, apenas los miraba, perdido en vagos recuerdos a los que nadie más que él podía acceder”.

La voz de «Sarasa» adquirió una textura más suave al hablar de la siguiente figura.

“Pocos imaginan que una mujer embarazada pudiera sentirse sola. ¿Alguien en su estado acaso podría sentir la soledad?. Yo la vi. Estaba de pie en una estación de micro, abrazando su vientre redondeado y esperando a quien quizás nunca llegaría.

Su mirada era profunda, como si contuviera en sí todas las dudas del futuro. La soledad en ella era diferente. No era física, sino emocional. Rodeada de extraños, en medio de la rutina de la ciudad, llevaba dentro una vida, pero también una incertidumbre que la hacía sentirse sola. Incluso con un ser creciendo dentro de ella”.

Tomó un sorbo de vino mientras se cercioraba que los ojos de los parroquianos del bar siguieran aferrados a sus palabras.

“También está el escritor. Siempre me ha fascinado el modo en que la soledad lo abraza. Es un hombre que puede pasar horas, días enteros, solo frente a una hoja en blanco, buscando las palabras que describan el mundo. Pero en esa búsqueda, el escritor también se sumerge en la profundidad de su propia soledad, porque crear es un acto solitario. Incluso rodeado de gente, se siente apartado, como si fuera el único capaz de ver las cosas tal como son, o tal como desearía que fueran.

Y entonces, su única compañía son las palabras, sus fieles pero implacables compañeras”.
«Sarasa» hizo una breve pausa para observar el ambiente del bar. Era como si las historias que contaba comenzaran a habitar el lugar.

“¿Y qué hay del pibe en la plaza?” – continuó. “Muchos pensarían que los pibes no conocen la soledad, pero he visto a uno sentado en el borde de una fuente, solo, observando a otros jugar sin atreverse a unirse. Sus ojos eran grandes y su tristeza lo era aún más. A esa edad, la soledad puede ser más cruel, porque no se comprende por qué ocurre. Los adultos tienen explicaciones, excusas, pero el pibe… El simplemente siente el vacío”.

El ambiente se volvió más introspectivo mientras «Sarasa” avanzaba en su relato.

“La enfermera. Esa mujer que pasa sus días y noches cuidando a otros, rara vez recibe cuidado para sí misma. Recuerdo haberla visto una madrugada, saliendo de un hospital. Su cuerpo estaba agotado y sus hombros caídos. Pero lo que más me llamó la atención fue la expresión en su rostro. Había dado tanto de sí misma que parecía vacía, sola. Cuidar de los demás no siempre alivia la propia soledad y quizás en ese momento se preguntaba quién cuidaría de ella”.

Tomó otro sorbo del oscuro líquido antes de proseguir.

“El caso de la médica era diferente. La vi una vez caminando por una calle solitaria después de un turno largo. No mostraba agotamiento pero sí una quietud que me hizo pensar. En su interior, había una distancia que mantenía con el mundo. Su soledad era elegida, una armadura que había decidido ponerse para no sentir el peso de las historias de aquellos a quienes trataba”.

«Sarasa” suspiró, como si cargara en su espalda con la historia de cada una de las personas que había evocado.

“El automovilista… ahhh… ese sí que me intrigó. Lo vi detenido en un semáforo en rojo, con sus manos firmes sobre el volante. En su mirada había una especie de resignación, como si su vida se hubiera convertido en una sucesión interminable de luces rojas, sin avances, sin emoción. Su soledad era la de la rutina, esa que te atrapa y no te deja ver más allá de los kilómetros de asfalto”.

El bar estaba en silencio y nadie quería interrumpir.

“El carpintero es otra historia. Ese hombre que trabaja con sus manos, creando cosas que otros usarán, pero que nunca serán suyas. Lo vi tallando en la soledad de su taller, acompañado solo por el sonido de la madera tallada por sus herramientas. Sus creaciones eran una entrega constante y había algo de solitario en él, porque aunque creaba vida con sus manos nunca parecía encontrar la suya propia”.

Finalmente, «Sarasa» llegó al navegante.

“Y el navegante, amigos… es ese hombre que se enfrenta al mar, a ese horizonte interminable que es tan vasto como su soledad. Lo vi una vez, en el puerto, mirando hacia el océano con una mezcla de miedo y anhelo. La soledad del navegante es única, porque es una soledad que aunque se elige, también pesa. Es el precio de la libertad, de la búsqueda incansable por algo que quizás nunca hallará”.

«Sarasa” se reclinó en su silla y el Bar de los Indignos quedó sumido en un silencio respetuoso. Nadie habló, pero todos sabían que, de alguna manera, habían visto a esos personajes desfilar en su propia vida, porque la soledad es algo que, en algún momento, le toca a todos.


 


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