Por Juan José Mateo Licenciado en Historia. Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos
Para muchas personas, vivir en Tierra del Fuego, representa una tensión constante. En variadas oportunidades hemos escrito sobre la condición de excepcionalidad que transcurre el isleño. La insularidad, la topografía y el clima nos sumergen en una atmósfera muchas veces aptas para el pánico escénico. Sin ir más lejos, generaciones de argentinos a principios del siglo pasado concibieron a Tierra del Fuego como la sede de la cárcel del “Fin del Mundo”, un escabroso manantial de penas y vejaciones.
Una de las líneas que surgieron en la historiografía de la segunda mitad del siglo XX, fue la escuela de los Annales en Francia, que, entre una de sus variantes, se dedicó al estudio de las mentalidades. El historiador francés Jaques Le Goff, por ejemplo, fue capaz de recrear la mentalidad del occidente medieval y tuvo momentos de grandeza esquemática y literaria al tirar por tierra la errónea idea que concibe al mundo medieval como oscuro y sombrío, muy por el contrario, para Le Goff, el Medioevo fue un periodo luminoso y lleno de risas. No por ello, sin embargo, no existió el miedo en aquella época y campesinos, villanos y nobles (tanto laicos como eclesiásticos), vivieron el año mil como los albores del “fin del mundo”.
Lamentablemente, el campo historiográfico fueguino, no ha desarrollado ninguna obra que se enmarque conscientemente en los postulados teórico-metodológicos de la historia de las mentalidades, sencillamente porque no existe en Tierra del Fuego una Escuela historiográfica articulada, una deuda pendiente si se tiene en cuenta la necesidad que tienen los pueblos por posicionarse desde el pasado para afrontar los desafíos del futuro a conciencia. Todo proyecto sociocomunitario requiere una épica de origen o partida hacia la realización. Es la base mínima e indispensable de los preámbulos del poder constituyente.
Temores colectivos
Más allá de esta carencia, no estaría demás hacer un esfuerzo para pensarnos a nosotros mismos y preguntarnos por los tipos de miedos que experimentamos los fueguinos.
No podemos negar que uno de los temores que ronda nuestro inconsciente está dado por el hecho de vivir en una zona sísmica, hecho que lleva a campañas intermitentes de operativos de defensa civil para mitigar los efectos de un posible terremoto. Quién no se preguntó alguna vez si realmente es necesario tener una mochila a mano con una linterna, agua potable y una frazada debajo de la cama. La ansiedad sobre el posible siniestro se amplifica por el hecho que, desde el 17 de diciembre de 1949, no se ha desatado un movimiento de superficie de magnitudes considerables como el de aquella oportunidad, que registró 7.8 grados en la escala de Richter.
También no debemos perder de vista que constituimos una comunidad de frontera, signada por los penosos acontecimientos de las tensiones con Chile y la Guerra con el Imperio Inglés en las Malvinas. Quizá Tierra del Fuego experimentó la angustia y el florecimiento del miedo como pocos otros territorios del suelo argentino.
Salir por tierra de la Isla, siempre imprime las marcas de la antipatía extranjera, así se trate de una decena de kilómetros de ripio y asfalto signada por la siempre tensionante presencia de las fuerzas armadas de un país limítrofe.
Párrafo aparte merece el temor constante que un día nos despertemos y un decreto presidencial acabe con el régimen fiscal articulado en la Ley 19.640. La “19640” es uno de los miedos crónicos del fueguino, que, con total razón, ve su presente y futuro condicionado por una Ley del que todos hablan pero pocos han estudiado.
Por si fuera poco, el pleno funcionamiento de los beneficios fiscales previstos en la Ley 19640, acarrea el problema de la explosión poblacional, y los ushuaienses solemos sentirnos invadidos de “foráneos” y potenciales “ocupas” en un centro urbano donde la tierra y la vivienda escasean. Así experimentamos la paradoja que estando todo bien con el futuro inmediato de la matriz productiva regional, siempre habrá otros miedos que nos quitarán el sueño.
Temores exclusivos
Seguramente la lista de miedos pueda ampliarse, pero no podemos soslayar que los fueguinos contamos con ciertos temores que estamos en condición de afirmar, nos pertenecen exclusivamente. Constituye un desafío para todos nosotros como una comunidad organizada de cara al presente y al futuro, pensarnos y concebirnos en los marcos de nuestros temores y frustraciones, porque ellos son los que suelen nublar nuestra visión y muchas veces bajo el llanto irracional de la ira, nuestras acciones van dirigidas a encontrar culpables necesarios. Así, nos vemos impedidos de proyectarnos y vemos en el “otro” a un potencial enemigo.
Y aquí es dónde es conveniente que la conformación identitaria del lugareño se afiance en la visión ecuménica de la tierra prometida, tal como funcionó en el imaginario del siglo XX, donde cada viajante que llegaba a la Isla grande era considerado un agente del “hacer la patria”. Caso contrario, el afloramiento de sentimientos xenófobos y segregacionistas pueden alimentar fracturas sociales que imponen barreras que tarde o temprano se traducen en conflictos sectoriales.
Es por eso que no debemos perder de vista que nuestros miedos colectivos también definen rasgos de identidad. Estar atentos a ellos y ponerlos en descubierto siempre nos servirá para interpelarnos como sociedad. Asumirlos quizá nos ayude a posicionarnos de cara a un futuro que debemos exigir, sea promisorio.
Por si fuera poco, en este 2020 afrontamos otro temor inesperado. Presos de la pandemia invisible que jaqueó un mundo acostumbrado a no parar, el COVID-19 nos confinó a un universo reducido, de rostros ocultos y miradas ansiosas. Este miedo coyuntural, lejos de ser exclusivo es compartido por la comunidad mundial y si bien deseamos superarlo en breve, el año se está yendo y continuamos con más dudas que certezas. Habrá que estar atentos a las consecuencias que traerá en la segunda parte del año, sobre todo teniendo en cuenta los particulares lazos comunitarios que engalana el universo isleño.
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